Una de las
características fundamentales de cualquier cultura humana es su
religiosidad. El panteón de seres más o menos sobrenaturales
a los que presta adoración y a los que ruega por sus anhelos.
Nuestra
querida tierra carpetovetónica
no es una excepción. Las celebraciones de origen religioso, muchas
de ellas transmutadas en consumismo comercial, son los principales
mojones que marcan el calendario
anual. A pesar de todo, la mayoría de sus habitantes confiesan algún
tipo de sentimiento
religioso cuando son preguntados en las encuestas.
En
este relato, dividido en tres partes
para una mayor comodidad en su lectura, puedes disfrutar de un nuevo
enfoque en la práctica de la religión
que todos conocemos:
el punto de
vista zombi.
Religiosidad Zombi (1)
Tras el
estallido de la pandemia zombi, aparecieron los profetas.
Supervivientes del holocausto que habían escapado por poco de los
monstruos. Sus cuerpos estaban más o menos intactos. Pero sus mentes
quedaron dañadas para siempre.
Se lanzaron a
las calles a pregonar sus mensajes. Supuestas interpretaciones de la
pandemia, más o menos apocalípticas, en las que ellos se
autoproclamaban mensajeros de algún poder divino. Capaces de
traducir e interpretar el porqué de aquella horrenda pesadilla que
había caído sobre ellos. Exégetas de los muertos vivientes. No
fueron muy numerosos, y la mayoría no consiguieron demasiados
seguidores. Pero algunos lograron ser noticia un tiempo nada
despreciable.
La pandemia
había hecho resurgir el fervor religioso del país con una fuerza
que no se conocía desde hacía décadas. Iglesias, sinagogas,
mezquitas y salones del trono se llenaron a rebosar. Los fieles, y
aquellos que no lo eran tanto, acudieron a orar y a rogar a sus
dioses y santos, en un intento de buscar algo de consuelo que los
ayudase a soportar el horror. No hubo sacerdote, cura, imán, pastor
o rabino que no mencionase a los zombis en sus sermones. Aunque
incapaces de salir de los esquemas que las religiones abrahámicas
habían impuesto durante milenios, el mensaje era indefectiblemente
el mismo: dios nos castigaba por nuestros pecados y el apocalipsis se
nos venía encima. Los dirigentes de las distintas confesiones
religiosas se frotaban las manos de puro gozo. Era bueno que la gente
volviera a los templos, y que los cepillos volvieran a llenarse con
las limosnas de los fieles.
Como siempre,
hubo quien supo sacar beneficio de la situación.
El caso más
afamado fue el de Santa Ágata de los Zombis.
La historia de
Santa Ágata fue una de las máximas expresiones del fervor religioso
celtibérico que se difundieron dentro y fuera de la península tras
el estallido de la pandemia. Fue el resultado de la fusión de la
religiosidad popular católica andaluza con la horrible pesadilla que
se abatió sobre las tierras del sur de España. El porqué de esa
especial fusión, nadie pareció saberlo nunca. Pero el análisis más
o menos poco profesional del fenómeno hizo correr ríos de tinta y
saliva en periódicos, revistas del corazón y reality
shows televisivos.
La heroína de
la epopeya fue aquella pobre chiquilla, flaca como el palo de una
escoba, silenciosa, de unos doce años, pálida y con la mirada
perdida más allá de la realidad de cualquier humano que se situase
frente a esos ojos glaucos y desconcertantes. Las traumáticas
experiencias que la desgraciada niña se vio obligada a soportar
hicieron que nunca volviese a pronunciar una palabra en el resto de
su vida. Nunca se supo su nombre original, aunque mucho se especuló
al respecto. Pero esa pobre chiquilla fue conocida, para el resto de
su vida, como Santa Ágata de los Zombis. A juicio de millares de
seguidores, la niña no podía ser otra cosa que una enviada de las
altas esferas celestiales. Pues sólo así se explica que, sola y a
pie, caminase desde la ermita de El Rocío, en Huelva, hasta el
puesto de control de Despeñaperros, en la provincia de Jaén, unos
cincuenta kilómetros en línea recta al norte del paralelo 38º y
del muro en construcción.
Un viaje de
casi trescientos kilómetros a vuelo de pájaro.
Lo más
extraordinario de la odisea era que Santa Ágata realizó su
alucinante travesía, a través de un territorio infectado y
abandonado por las autoridades, sin que fuese atacada por ninguno de
los monstruos, portando en sus manos el brazo gris, incorrupto y en
movimiento de un zombi.
Aunque nunca
habló, ni contó detalle alguno de lo que le había pasado, su gesta
dio nacimiento a uno de los fenómenos religiosos más populares del
siglo XXI.
Todo empezó el
fin de semana del domingo de Pentecostés de ese año, fecha en la
que, desde tiempos inmemoriales, se celebraba la romería del Rocío
en la aldea almonteña del mismo nombre, en la provincia de Huelva,
engarzada en el límite noroccidental del Parque Nacional de Doñana,
espacio natural protegido y una de las joyas ecológicas del país.
Según la
liturgia católica, Pentecostés señala la fiesta del quincuagésimo
día después de la Pascua o Domingo de resurrección, y pone término
al tiempo pascual. También se le concibe como el día de celebración
de una de las nociones teológicas más complejas de la cristiandad:
el Espíritu Santo. A pesar de ser para los católicos la fiesta más
importante después de la Pascua y la Navidad, la festividad de
Pentecostés es móvil. Esto significa que no se fija en relación al
calendario civil, sino que se mueve arriba y abajo según el
calendario lunar por el que la Iglesia Católica fija muchas de sus
celebraciones principales.
Pero la mayor
parte de los años, suele caer en la segunda mitad de mayo.
Así que,
cuando a mediados de junio de ese año, el sur de la Península
Ibérica se convirtió en un infierno de pesadilla, los rocieros ya
habían acabado su ritual de todos los años. Los simpecados ya
habían pasado por delante de la ermita, los almonteños ya habían
saltado la reja, y la Blanca Paloma ya había sido llevada por toda
la aldea a hombros de los fervorosos devotos del culto mariano. Ya
los carros, carretas, charrets, caballos agotados al borde del
colapso y todoterrenos rugientes llenos del polvo de la raya, volvían
a las sedes sociales de sus correspondientes hermandades. La pasión
mariana y rociera se tomaba ya un descanso hasta el año siguiente.
Tuvieron suerte
los rocieros.
Claro que los
pocos que sobrevivieron, principalmente los pertenecientes a
hermandades externas al territorio andaluz, lloraron durante toda la
eternidad su amada romería.
Tras la
pandemia zombi, no hubo simpecado ni carreta, por mucha protección
de la Virgen y los santos con la que contase, que se atreviese a
surcar los caminos del Rocío en pleno territorio infectado.
Hubo varios
intentos de reconstruir una nueva Ermita del Rocío en algún lugar
al norte del paralelo 38º. Muchos fueron los lugares propuestos,
pero ninguno llegó a alcanzar el quórum suficiente para imponerse a
los demás. Así que los rocieros supervivientes de la pandemia
acabaron por dividirse en minúsculos grupos de hermandades y
agrupaciones, más o menos enfrentadas unas a otras, cada una con su
propio lugar de peregrinaje.
El Rocío, una
de las romerías más famosas y multitudinarias que existían, pasó
a la historia.
Hasta que
apareció Santa Ágata.
Nunca se supo
por qué. Pero sin esa pequeña, y en principio irrelevante,
circunstancia, la leyenda nunca hubiese sido posible.
Pero por alguna
razón, la familia de Ágata no volvió tras el simpecado de su
hermandad a su Coria del Río natal, en la provincia de Sevilla. Por
alguna razón, decidieron quedarse unos días más en la aldea de El
Rocío. Quizás querían disfrutar de la blanca belleza de la aldea
almonteña, que apenas llegaba a los dos mil habitantes censados, sin
la barahúnda de fieles, que podían superar el millón de almas
durante la romería. O quizás hubo algún tipo de ruptura, de pelea,
o de disputa. Tal vez el cabeza de familia de Ágata decidió, por
cualquier razón, suponemos que de peso, romper con sus hermanos
corianos. También pudo ocurrir que la madre cayese enferma, y la
familia decidiese pasar unos días en la tranquilidad de los límites
de Doñana para darle tiempo a la buena mujer a reponerse. Tal vez la
abuela hizo una promesa a la Virgen, quedarse unos días más para
que así la nieta, Ágata, acabase quinto de primaria con buenas
notas.
Nunca lo
sabremos. Pues Santa Ágata de los Zombis nunca pronunció una
palabra durante los meses de su vida apostólica.
[continuará]
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