Para
algunos, la religión
es la respuesta
a las dificultades. Para otros, el opio
que alimenta la estulticia.
En
caso de una pandemia zombi,
¿cómo cambiaría la religiosidad del ciudadano
de a pie?
La
historia de Santa Ágata de los Zombis
te lo cuenta.
Aquí
tienes la segunda parte
de este relato que te explica la religión desde el punto
de vista zombi.
Pincha
en la portada y podrás leer la historia completa.
Religiosidad
Zombi (2)
Cuando la
pandemia zombi se extendió por Andalucía y el Algarve como un
tsunami de muerte y horror, la familia de Ágata aún se encontraba
en la pequeña aldea almonteña. Hicieron como hicieron la mayoría
de sus habitantes, algunos de los ocasionales peregrinos que la
visitaban esos días, e incluso algún que otro turista británico
que pasaba por allí de camino a extasiarse con la húmeda belleza
del parque natural, y se habían encontrado con aquella pequeña joya
blanca de esa extraña religión católica del sur.
Se encerraron
en la ermita de El Rocío, confiando en que la Blanca Paloma los
salvase y protegiese, haciendo que los monstruos pasasen de largo tan
sagrado lugar. Incluso se cree que varios miles de personas, de
Huelva y provincias colindantes, en vez de salir hacia el norte todo
lo deprisa que sus medios le permitiesen, se encaminaron hacia la
aldea, rosarios y medallas en mano, confiados en que la devoción
mariana les resultaría más útil que las confusas instrucciones que
el Gobierno lanzaba a través de los medios de comunicación.
Como en tantos
lugares de Andalucía, no se tienen datos certeros de cuanta gente se
refugió en la aldea de El Rocío.
Lo que sí se
sabe es que no sobrevivió nadie.
Excepto Santa
Ágata, por supuesto.
Casi tres meses
después de que el gobierno hubiese abandonado Andalucía a su
suerte. Casi tres meses después de que las bombas FOAB barriesen el
paralelo 38º reduciéndolo todo a polvo y cenizas en una franja de
diez kilómetros de ancho. Casi tres meses después de que la
Península Ibérica perdiese su cuarta parte más austral, como si
hubiese sido limpiamente seccionado cual tarta bajo el cuchillo del
pastelero. Después de que los españoles por fin se diesen cuenta de
que la más horrenda pesadilla concebida por el ser humano se había
hecho realidad, y lo había hecho en territorio nacional. Después de
que el país quedase dividido por el muro más horrendo jamás
construido entre dos zonas: la zona de los vivos y la de los muertos.
Después de que
todo eso ocurriese, apareció Santa Ágata.
Sola, sucia,
descalza, con la ropa hecha jirones, llena de cortes y arañazos, el
cabello apelmazado de porquería, los ojos extraviados, y un aspecto
que en poco la diferenciaba de los monstruos entre los que había
caminado. Sólo portaba, aparte de los restos de ropa, dos cosas. El
brazo de un zombi acurrucado contra el pecho, cuyos dedos no dejaban
de abrirse y cerrarse en el aire sin parar, y, colgando del cuello,
su medalla rociera, con el cordón lleno de mugre y suciedad.
Así llegó una
niñita de doce años al puesto de vigilancia de Despeñaperros, a un
buen puñado de kilómetros al norte de la línea divisoria del
paralelo 38º.
Cómo aquel
escuerzo flaco y desgarbado logró atravesar varios cientos de
kilómetros de territorio infectado sin ser devorada fue algo que
nadie pudo explicar. Pero muchos vieron en tal hecho una clara prueba
de su divina santidad.
El primero que
la vio acercarse a través del desolado paisaje, con paso cansino y
vacilante, fue José Manuel Tejada López, cabo primero al mando del
pelotón de guardia de aquel puesto, aquel día, en aquel momento.
—Mi primero
—dijo uno de los soldados—, ¿has visto lo que viene por la
carretera?
—Lo vi antes
que tú, Merino —replicó el cabo primero Tejada.
—Uno de esos
cabrones de bichos ha logrado pasar al otro lado del muro —dijo
otro de los soldados.
—¿Llamamos a
la brigada de limpieza, mi primero?
Tejada sacudió
la cabeza.
Sacó los
prismáticos y se los llevó a los ojos.
—¿Viene
solo? —dijo.
Los soldados de
su pelotón también echaron mano a sus prismáticos.
—Pues sí.
Parece que viene solito, el cabroncete —dijo uno de los soldados.
—Un pobrecito
zombi sin amiguitos —dijo otro.
El pelotón
coreó las risas de todos.
—Podemos
divertirnos un rato con el bicho, ¿no os parece? —dijo el cabo
primero Tejada.
Sonrisas y
miradas de inteligencia se cruzaron entre los miembros del pelotón.
—Di que sí,
mi primero. Hagámosle bailar.
—Empiezo yo
—dijo Tejada.
Cogió su
Heckler & Koch G36E, el fusil de asalto de las Fuerzas Armadas
españolas. Desplegó la culata, amartilló el arma con un enérgico
chasquido, apoyó la culata en el hombro, guiñó un ojo y reguló la
mirada telescópica.
Durante varios
segundos, sus compañeros de guardia aguardaron con expectación, la
anticipación brillándoles en las pupilas.
El cabo primero
Tejada bajó el arma.
—Que nadie
dispare —ordenó.
Sus hombres se
miraron unos a otros con gesto de consternación.
Tejada se echó
el fusil al hombro y se dirigió a la puerta de salida del pequeño
mazacote de hormigón con troneras que constituía el puesto de
guardia.
—¿A dónde
cojones vas, mi primero? —preguntó uno de los soldados.
—Quedaos aquí
y que nadie dispare, ¿entendido? —replicó Tejada con una
autoridad en la voz que, según contó él mismo tiempo después,
hizo estremecer a los miembros de su pelotón.
—¿Llamamos
al sargento?
—He dicho que
os quedéis aquí —insistió Tejada.
Abandonó el
puesto de guardia y, con un trote ligero, se aproximó a la sucia
figura que se acercaba por la carretera.
Muchas veces,
en sus largos y exultantes sermones, José Manuel Tejada, ex cabo
primero del ejército español, explicó que en esos momentos sintió
que algo divino descendía sobre él. Una revelación. Una epifanía
que le dijo, alto y claro, que aquella triste figura no era un zombi,
sino algo más. Una santa. La última santa. La mayor santa de
nuestros días.
No por nada,
José Manuel se convirtió rápidamente en la mano derecha de la
santa, profeta de su mensaje en este mundo, sumo sacerdote de su
feligresía, creador y miembro número uno de la Asociación de
Fieles Oradores del Fin de los Tiempos de Santa Ágata de los Zombis.
Tiempo después,
sin embargo, cuando el movimiento religioso al que dio lugar la
odisea de Santa Ágata alcanzó el número de fieles suficiente para
ser calificado como secta, el hermano Tejada explicó una versión
distinta de su revelación divina. Aunque lo hizo ante un selecto y
limitado grupo de gente de toda confianza. Según esas declaraciones,
Tejada había leído algún tiempo antes una de las supuestas
declaraciones de L. Ron Hubbard, el creador de la Dianética, que,
según sus detractores, declaró que la mejor manera de hacerse
millonario es fundar tu propia religión. Aparentemente, esas
palabras quedaron grabadas en el alma de José Manuel Tejada.
La aparición
de Santa Ágata en Despeñaperros le ofreció la oportunidad que
tanto ansiaba. El ser capaz de ver esa oportunidad y aprovecharla,
fue el mayor mérito de su existencia.
Cuando el cabo
primero Tejada se cercioró de que esa vacilante figura no era un
zombi, sino una niña humana, llamó de inmediato a los servicios de
emergencia médica. Llevaron a la chica al centro médico más
cercano. La lavaron a fondo, le quitaron la sucia y desgarrada ropa,
que fue de inmediato incinerada, le dieron una bata de hospital y la
examinaron sin dejarse atrás ni un solo centímetro de su escuálida
anatomía. La chica estaba exhausta, agotada, desnutrida,
deshidratada, no pronunciaba una sola palabra y la mirada parecía
estar perdida para siempre más allá del mundo real. Por lo demás,
no presentaba ni el menor signo de arañazos o mordeduras zombis.
Estaba absolutamente limpia de infección.
Lo cual no
dejaba de ser sorprendente. Sobre todo si tenemos en cuenta que la
niña apareció en Despeñaperros portando el brazo seccionado de un
zombi.
Nunca se supo a
quién perteneció ese brazo. Aunque la mayoría de fieles seguidores
de Santa Ágata llegó a la conclusión que debía tratarse del brazo
de su santa madre que, muy probablemente y en un heroico acto, salvó
a su hija de caer víctima de los monstruos. Aunque ella misma no
pudo evitar sucumbir al proceso de zombificación. El brazo zombi que
la niña apretaba contra su seno se movía sin cesar, los dedos
curvados como garfios abriéndose y cerrándose en el aire. Y sin
embargo, la niña no tenía ni el más mínimo arañazo. El brazo,
que hubiese infectado a un par de miembros del personal sanitario, si
estos no hubiesen llevado el traje protector adecuado, respetó a la
chiquilla a través de su viaje por la tierra de los horrores.
Muchos vieron
aquí otra clara señal de su santidad.
Cuando el
personal sanitario intentó quitarle el brazo a la niña, esta se
puso a patalear y chillar de manera tan atroz y descontrolada, que
los cansados enfermeros y médicos la dejaron estar. A ello
contribuyó la insistencia del cabo primero Tejada, que se autonombró
tutor, portavoz, cuidador, guardaespaldas y yaya de la desdichada
criatura.
[continuará]
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Y
sí, es una novela de zombis. Así que encontrarás tripas y sesos
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