jueves, 26 de enero de 2017

Religiosidad Zombi (parte 2 de 3)

Para algunos, la religión es la respuesta a las dificultades. Para otros, el opio que alimenta la estulticia.
En caso de una pandemia zombi, ¿cómo cambiaría la religiosidad del ciudadano de a pie?
La historia de Santa Ágata de los Zombis te lo cuenta.
Aquí tienes la segunda parte de este relato que te explica la religión desde el punto de vista zombi.

Si quieres leer la primera parte, pincha aquí.
Pincha en la portada y podrás leer la historia completa.




 
Religiosidad Zombi (2)


Cuando la pandemia zombi se extendió por Andalucía y el Algarve como un tsunami de muerte y horror, la familia de Ágata aún se encontraba en la pequeña aldea almonteña. Hicieron como hicieron la mayoría de sus habitantes, algunos de los ocasionales peregrinos que la visitaban esos días, e incluso algún que otro turista británico que pasaba por allí de camino a extasiarse con la húmeda belleza del parque natural, y se habían encontrado con aquella pequeña joya blanca de esa extraña religión católica del sur.

Se encerraron en la ermita de El Rocío, confiando en que la Blanca Paloma los salvase y protegiese, haciendo que los monstruos pasasen de largo tan sagrado lugar. Incluso se cree que varios miles de personas, de Huelva y provincias colindantes, en vez de salir hacia el norte todo lo deprisa que sus medios le permitiesen, se encaminaron hacia la aldea, rosarios y medallas en mano, confiados en que la devoción mariana les resultaría más útil que las confusas instrucciones que el Gobierno lanzaba a través de los medios de comunicación.

Como en tantos lugares de Andalucía, no se tienen datos certeros de cuanta gente se refugió en la aldea de El Rocío.

Lo que sí se sabe es que no sobrevivió nadie.

Excepto Santa Ágata, por supuesto.

Casi tres meses después de que el gobierno hubiese abandonado Andalucía a su suerte. Casi tres meses después de que las bombas FOAB barriesen el paralelo 38º reduciéndolo todo a polvo y cenizas en una franja de diez kilómetros de ancho. Casi tres meses después de que la Península Ibérica perdiese su cuarta parte más austral, como si hubiese sido limpiamente seccionado cual tarta bajo el cuchillo del pastelero. Después de que los españoles por fin se diesen cuenta de que la más horrenda pesadilla concebida por el ser humano se había hecho realidad, y lo había hecho en territorio nacional. Después de que el país quedase dividido por el muro más horrendo jamás construido entre dos zonas: la zona de los vivos y la de los muertos.

Después de que todo eso ocurriese, apareció Santa Ágata.

Sola, sucia, descalza, con la ropa hecha jirones, llena de cortes y arañazos, el cabello apelmazado de porquería, los ojos extraviados, y un aspecto que en poco la diferenciaba de los monstruos entre los que había caminado. Sólo portaba, aparte de los restos de ropa, dos cosas. El brazo de un zombi acurrucado contra el pecho, cuyos dedos no dejaban de abrirse y cerrarse en el aire sin parar, y, colgando del cuello, su medalla rociera, con el cordón lleno de mugre y suciedad.

Así llegó una niñita de doce años al puesto de vigilancia de Despeñaperros, a un buen puñado de kilómetros al norte de la línea divisoria del paralelo 38º.

Cómo aquel escuerzo flaco y desgarbado logró atravesar varios cientos de kilómetros de territorio infectado sin ser devorada fue algo que nadie pudo explicar. Pero muchos vieron en tal hecho una clara prueba de su divina santidad.

El primero que la vio acercarse a través del desolado paisaje, con paso cansino y vacilante, fue José Manuel Tejada López, cabo primero al mando del pelotón de guardia de aquel puesto, aquel día, en aquel momento.

Mi primero —dijo uno de los soldados—, ¿has visto lo que viene por la carretera?

Lo vi antes que tú, Merino —replicó el cabo primero Tejada.

Uno de esos cabrones de bichos ha logrado pasar al otro lado del muro —dijo otro de los soldados.

¿Llamamos a la brigada de limpieza, mi primero?

Tejada sacudió la cabeza.

Sacó los prismáticos y se los llevó a los ojos.

¿Viene solo? —dijo.

Los soldados de su pelotón también echaron mano a sus prismáticos.

Pues sí. Parece que viene solito, el cabroncete —dijo uno de los soldados.

Un pobrecito zombi sin amiguitos —dijo otro.

El pelotón coreó las risas de todos.

Podemos divertirnos un rato con el bicho, ¿no os parece? —dijo el cabo primero Tejada.

Sonrisas y miradas de inteligencia se cruzaron entre los miembros del pelotón.

Di que sí, mi primero. Hagámosle bailar.

Empiezo yo —dijo Tejada.

Cogió su Heckler & Koch G36E, el fusil de asalto de las Fuerzas Armadas españolas. Desplegó la culata, amartilló el arma con un enérgico chasquido, apoyó la culata en el hombro, guiñó un ojo y reguló la mirada telescópica.

Durante varios segundos, sus compañeros de guardia aguardaron con expectación, la anticipación brillándoles en las pupilas.

El cabo primero Tejada bajó el arma.

Que nadie dispare —ordenó.

Sus hombres se miraron unos a otros con gesto de consternación.

Tejada se echó el fusil al hombro y se dirigió a la puerta de salida del pequeño mazacote de hormigón con troneras que constituía el puesto de guardia.

¿A dónde cojones vas, mi primero? —preguntó uno de los soldados.

Quedaos aquí y que nadie dispare, ¿entendido? —replicó Tejada con una autoridad en la voz que, según contó él mismo tiempo después, hizo estremecer a los miembros de su pelotón.

¿Llamamos al sargento?

He dicho que os quedéis aquí —insistió Tejada.

Abandonó el puesto de guardia y, con un trote ligero, se aproximó a la sucia figura que se acercaba por la carretera.

Muchas veces, en sus largos y exultantes sermones, José Manuel Tejada, ex cabo primero del ejército español, explicó que en esos momentos sintió que algo divino descendía sobre él. Una revelación. Una epifanía que le dijo, alto y claro, que aquella triste figura no era un zombi, sino algo más. Una santa. La última santa. La mayor santa de nuestros días.

No por nada, José Manuel se convirtió rápidamente en la mano derecha de la santa, profeta de su mensaje en este mundo, sumo sacerdote de su feligresía, creador y miembro número uno de la Asociación de Fieles Oradores del Fin de los Tiempos de Santa Ágata de los Zombis.

Tiempo después, sin embargo, cuando el movimiento religioso al que dio lugar la odisea de Santa Ágata alcanzó el número de fieles suficiente para ser calificado como secta, el hermano Tejada explicó una versión distinta de su revelación divina. Aunque lo hizo ante un selecto y limitado grupo de gente de toda confianza. Según esas declaraciones, Tejada había leído algún tiempo antes una de las supuestas declaraciones de L. Ron Hubbard, el creador de la Dianética, que, según sus detractores, declaró que la mejor manera de hacerse millonario es fundar tu propia religión. Aparentemente, esas palabras quedaron grabadas en el alma de José Manuel Tejada.

La aparición de Santa Ágata en Despeñaperros le ofreció la oportunidad que tanto ansiaba. El ser capaz de ver esa oportunidad y aprovecharla, fue el mayor mérito de su existencia.

Cuando el cabo primero Tejada se cercioró de que esa vacilante figura no era un zombi, sino una niña humana, llamó de inmediato a los servicios de emergencia médica. Llevaron a la chica al centro médico más cercano. La lavaron a fondo, le quitaron la sucia y desgarrada ropa, que fue de inmediato incinerada, le dieron una bata de hospital y la examinaron sin dejarse atrás ni un solo centímetro de su escuálida anatomía. La chica estaba exhausta, agotada, desnutrida, deshidratada, no pronunciaba una sola palabra y la mirada parecía estar perdida para siempre más allá del mundo real. Por lo demás, no presentaba ni el menor signo de arañazos o mordeduras zombis. Estaba absolutamente limpia de infección.

Lo cual no dejaba de ser sorprendente. Sobre todo si tenemos en cuenta que la niña apareció en Despeñaperros portando el brazo seccionado de un zombi.

Nunca se supo a quién perteneció ese brazo. Aunque la mayoría de fieles seguidores de Santa Ágata llegó a la conclusión que debía tratarse del brazo de su santa madre que, muy probablemente y en un heroico acto, salvó a su hija de caer víctima de los monstruos. Aunque ella misma no pudo evitar sucumbir al proceso de zombificación. El brazo zombi que la niña apretaba contra su seno se movía sin cesar, los dedos curvados como garfios abriéndose y cerrándose en el aire. Y sin embargo, la niña no tenía ni el más mínimo arañazo. El brazo, que hubiese infectado a un par de miembros del personal sanitario, si estos no hubiesen llevado el traje protector adecuado, respetó a la chiquilla a través de su viaje por la tierra de los horrores.

Muchos vieron aquí otra clara señal de su santidad.

Cuando el personal sanitario intentó quitarle el brazo a la niña, esta se puso a patalear y chillar de manera tan atroz y descontrolada, que los cansados enfermeros y médicos la dejaron estar. A ello contribuyó la insistencia del cabo primero Tejada, que se autonombró tutor, portavoz, cuidador, guardaespaldas y yaya de la desdichada criatura.

[continuará]
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