martes, 31 de octubre de 2017

Cabeza de Calabaza - El Origen del Jalogüin

Un año más, se nos viene encima una de esas festividades de importación, entrañables y dicharacheras, que ya se han convertido en parte inevitable de nuestras vidas (sobre todo para los cerebros más jóvenes, paridos y criados tras las reformas educativas).
Pero… ¿alguna vez te has preguntado de dónde sale esta jod… encantadora fiesta?
¿Siempre pensaste que el Halloween era una celebración típicamente americana?
Una de esas cosas que se inventaron al otro lado del charco y que esos buenos chicos americanos han extendido por todo el mundo, como los vaqueros, el rocanrol, la obesidad mórbida, las hamburguesas o la coca-cola. Otro de esos inesperados resultados de la aldea global.
Pues te equivocabas.
El Halloween, con toda su parafernalia terrorífica y calabacera no nació al norte del Rio Grande. ¡No señor! Esta afamada festividad, celebrada hoy día en casi todo el orbe, nació en el terruño. ¡Sí, sí, aquí mismo! En un pueblecito perdido del interior de nuestra querida piel de toro.
El siguiente relato te cuenta LA VERDAD.  

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CABEZA DE CALABAZA

―¡Venga ya, abuelo! Se está usted quedando conmigo.
―Yo no me quedo con nada de nadie, rapaz. Yo soy un hombre honrao y lo he sido toda mi vida.
―Lo que digo, abuelo, es que me está usted tomando el pelo.
―De eso nada, jovenzuelo. Verídico tal y como te lo cuento. Todo empezó con Genaro el del pozo, que después de lo que pasó, se le conoció en todos los contornos como Genaro Cabeza de Calabaza.
―Pero si lo de las calabazas en Halloween es una cosa americana, que lo he visto yo por la tele.
―Es que los jóvenes de hoy día estáis agilipollaos con tanta tele y tanta película extranjera, y os tragáis todo lo que os echen. Pero lo de las calabaza y el jalogüin ese, o como leches se llame, no es algo que se inventaran los americanos. ¡No señor! Nos lo copiaron a nosotros, la gente de este pueblo. Lo que pasa es que los americanos son muy espabilaos y muy listos ellos.
―Pues la primera vez que lo oigo, palabra.
―Pues como te digo, rapaz. Lo de las calabazas la víspera de Todos los Santos es una cosa mu antigua y mu tradicional de este pueblo. Ya se hacía en los tiempos de mi bisabuela, que el señor la tenga en su gloria, buena mujer que era mi bisabuela, ¡si señor!, un poco dada al aguardiente, todo hay que decirlo, pero una señora de su casa. Sacó palante a once criaturas, en aquellos tiempos, no como los de ahora, que los jóvenes lo tenéis todo y no sabéis más que quejaros…
―¡Abuelo¡ No se enrolle, y al tajo con la historia del Genaro, que se me pierde.
―¡Leñe, rapaz! ¿Quieres que te cuente o no quieres que te cuente la historia? Pues si quieres que te la cuente, déjame hacer y escucha calladito, que si no, no acabamos nunca.
―Como si tuviese usted algo más que hacer, abuelo.
―¿Cómo dices?
―No nada. Que siga usted con la historia.
―Pues eso, a lo que iba. Fue por el año doce o así, poco antes de que llegaran los americanos esos. Unos ingenieros por lo visto mu buenos y mu preparaos, que nos iban a construir un pantano y una carretera nueva en la comarca, pero que no serían tan buenos porque al final ni pantano, ni carretera, ni ná de ná. Eso sí, avispados sí se ve que eran, pues el asunto de las calabazas se lo aprendieron bien.
―¿Y el Genaro cuándo sale?
―¡Paciencia, rediez, paciencia! Que los jóvenes siempre vais con prisas. Pues como te digo, por aquel entonces, la víspera de Todos los Santos era una cosa mu seria. No como ahora, que los jóvenes ya no respetáis las tradiciones y os dejáis embaucar con tonterías extranjeras. Como es bien sabido, o al menos tú deberías de saberlo, rapaz, la víspera de Todos los Santos es la noche en la que se abren las puertas del inframundo.
―¿El qué?
―El inframundo, rapaz, el averno. Donde habitan las almas en pena. Y esa es la noche en la que el diablo pasa a este mundo y se dedica a hacer sus maldades.
―No me diga que me va a contar una de fantasmas, abuelo.
―Sí, sí. Tú ríete. Los jóvenes de hoy día no creéis en nada, pero antes la gente no se tomaba estas cosas a broma. El diablo salía a rondar a los débiles de espíritu esa noche, a engañarlos con algún sucio truco y dar con ellos en las llamas del infierno. Y ahí estaba Genaro, que por aquel entonces llamaban el del pozo, más bruto que un mulo tordo y pobre como las ratas. Malvivía de un pequeño cortijo que tenía allá por la pizarra, donde sólo le crecían piedras y unas pocas bellotas raquíticas con las que criaba unos cerdos con menos carne que el tobillo de un gurripato. Y mira por donde, aquella noche le dio al bueno de Genaro, después de hartarse de aguardiente en la taberna del pueblo, de volver a su casa cogiendo el camino del barranco. Allí se encontró al mismísimo diablo, ¡si señor!
―¿De verdad?
―Como te lo digo rapaz, y el diablo le propuso un trato al bruto del Genaro. El alma de su hija, una criaturita dulce y maravillosa y la niña de sus ojos, a cambio de lo que Genaro quisiera. Y el diablo le dijo que pasaría al año siguiente a por la niña. El Genaro, borracho como iba, dijo que sí, y con su propia sangre, de su puño y letra, dejó estampada la firma.
―¿Y qué pasó después?
―Pasó que los gorrinos del Genaro crecieron gordos y lustrosos como no se había visto nunca. La voz se corrió por toda la comarca, y sus cerdos se volvieron los más cotizados. Todo el mundo alababa la calidad de su carne, y el Genaro ganó un dinero con el que no había soñado en toda su desgraciada vida.
―Pero el diablo volvió, ¿no?
―Claro que volvió. El diablo no olvida nunca, tenlo por seguro, muchacho. Conforme se acercaba la fecha para que se cumpliese el año de plazo, el Genaro andaba parriba y pabajo, sin parar, como si tuviese un ratón metido en los calzones. Taciturno y de mal humor, sin dormir y bebiendo más aguardiente de lo normal, que ya era bastante. La mujer le insistió y le insistió hasta que tuvo que confesarle la verdad. A la pobre casi le da un patatús del susto. Después de darle muchas vueltas al asunto, se fueron a hablar con el cura párroco, uno que era primo segundo por parte de madre del cuñao de mi abuela, un tipo mu fino y mu estudiao que…
―¡Abuelo! Céntrese en la historia que se me extravía.
―¡Leñe, rapaz! Qué no me dejas acabar. Pues lo que te iba diciendo, que el cura tampoco supo qué hacer, excepto rezar padrenuestros y avemarías. Pero eso ni al Genaro ni a su mujer les acabó de convencer. Al final, entre unas cosas y otras, el pueblo entero supo que a la víspera de Todos los Santos, el diablo vendría a llevarse a la hija. La gente se sentía muy triste por la pobre y dulce niñita, y se rascaban la cabeza a ver cómo podrían darle gato por liebre al diablo. Pero nadie sabía cómo. El diablo es astuto y sibilino, ¿sabes, rapaz?, y no es fácil engañarlo.
―¿Y qué hicieron?


―La idea se le ocurrió al monaguillo, un mozo mu avispao. Como todo el mundo sabe, el diablo tiene muy buen olfato y muy buen oído, pero es corto de vista, como los topos. Así que al monaguillo se le ocurrió que se disfrazasen todos, colocándoles una calabaza en la cabeza, para que el diablo no pudiese distinguir a la niña. Y ni cortos ni perezosos, se pusieron a recoger calabazas, las vaciaron, le abrieron un agujero grande pa meter la cabeza y otros dos más pequeñitos pa los ojos. Toda la gente del pueblo se colocó una calabaza en la cabeza, los chicos y los grandes, y se reunieron en la plaza mayor la víspera de Todos los Santos. Cuando el diablo apareció, ninguno le habló. Se quedaron quietos y mudos como piedras. El diablo no pudo reconocer ni al Genaro ni a la niñita, y se tuvo que largar con el rabo entre las piernas.
―¡Venga ya!
―Pues así es como pasó, rapaz. Y desde entonces, en la víspera de Todos los Santos, la gente de este pueblo sale en procesión llevando calabazas con los ojos recortaos, y una vela dentro, para recordar el día que consiguieron burlar al mismísimo diablo.
―¡Menuda historia, abuelo! Pero…, ¿y los americanos?
―Eso fue unos años después. Cuando vinieron esos ingenieros, o lo que fuesen. Que ni carretera ni ná nos construyeron, pero que no les faltó tiempo pa dejarse preñás a tres de las mozas del pueblo. Nos copiaron lo de las calabazas, y luego lo contaron como si fuese cosa suya. ¡Pues no señor! Ni jalogüin ni majaderías extranjeras. Todo empezó aquí, en este pueblo, con lo que le pasó a Genaro Cabeza de Calabaza.

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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2014
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1008026965135, con fecha de 02 de agosto de 2010.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor. 



jueves, 26 de octubre de 2017

Señor Naranja (relato)


Para cualquier cosa que se pueda adquirir a cambio de dinero existe una franquicia, una sucursal, o una delegación de alguna multinacional a la vuelta de la esquina.
Es la magia de la globalización y la internacionalización de nuestro mundo.
La venganza no es una excepción a esta regla de nuestros días. Se sirva fría o caliente, la venganza es un plato que siempre resulta sabroso. Y si existe alguien dispuesto a pagar por tan suculento plato, siempre habrá alguien dispuesto a prepararlo.
Esta es una historia de agravio y resarcimiento que puede resultarte más próxima de lo que te gustaría admitir.
Un nuevo relato corto de Juan Nadie que podría ser del todo auténtico y real.
Por supuesto, y como es costumbre, COMPLETAMENTE GRATIS.
Si pinchas aquí podrás bajarte el PDF del relato con portada incluida.

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SEÑOR NARANJA

Desde la parada del autobús sólo tuvo que andar un par de manzanas hasta llegar al brillante edificio de acero y cristal. La oficina que buscaba estaba en el piso trece. Salió del ascensor y recorrió un gris pasillo enmoquetado. Llegó a una puerta acristalada en cuya superficie aparecían rotuladas en negro unas gruesas letras enmarcadas en un rectángulo rojo: «A.A. INCORPORATED. Solucionamos su problema».
Titubeó por unos segundos, hasta que por fin se decidió y apretó el timbre que había junto a la jamba de la puerta. Oyó un zumbido seguido de un seco chasquido y la hoja se entreabrió unos centímetros. Con paso vacilante, abrió la puerta por completo y entró.
La estancia tenía un aspecto de oficina de lo más vulgar. Nada había en ella que llamase especialmente la atención ni la diferenciase de millones de otras oficinas. A un lado se encontrabas unas cuantas sillas de asiento forrado alrededor de una mesita de café sobre la que se esparcían varias revistas de números atrasados. No había nadie esperando.
Al otro lado, junto a una segunda puerta con cristal esmerilado, se encontraba una mesa escritorio, dotada de sus cajones archivadores, ordenador de pantalla extraplana y secretaria rubia y atractiva.
—Buenos días —saludó el hombre con timidez.
—Buenos días —respondió la rubia ofreciéndole una sonrisa espléndida como un anuncio de dentífrico y falsa como un billete de siete euros—. Usted debe ser el señor Naranja, ¿verdad?
—Eh…, sí. Ese es el nombre en clave que me dijeron usara al venir aquí cuando llamé por teléfono, aunque mi nombre es M…
—Disculpe que le interrumpa, señor Naranja —dijo la mujer al tiempo que levantaba la palma de la mano—, pero ¿nos llamó desde su teléfono particular?
—Les llamé desde casa, sí —respondió el hombre sintiéndose un tanto desconcertado.
—Eso fue un error. Debería habernos llamado desde un teléfono público, señor Naranja —le amonestó la estilizada rubia—. Cuantas menos evidencias haya de su relación con nuestra empresa, mejor para todos. Y por supuesto es mucho más conveniente para nosotros que no conozcamos su verdadero nombre. Comprenderá que en nuestra línea de trabajo la discreción es algo de vital importancia.
—Lo lamento, no se me ocurrió.
—Bien. Ya es demasiado tarde para remediarlo —replicó la secretaria con displicencia—. Siéntese por favor. Nuestro director le atenderá en unos minutos.
El señor Naranja se sentó junto a la mesita de café y trató de leer una de las ajadas revistas, pero desistió a los pocos segundos. Miró nervioso a su alrededor y se frotó las manos. Sintió las palmas húmedas.
El teléfono sonó en la mesa de la impasible rubia, que sin alterar un solo pelo de su complicado peinado se llevó el auricular a la oreja. Tras un escueto «sí, señor», levantó la mirada hacia el hombre.
—Puede pasar, por favor. El director le está esperando —dijo la mujer con voz precisa y profesional.
Sintiéndose un tanto intimidado, el señor Naranja entró en la oficina del director. Era un despacho pequeño, ocupado en su mayor parte por una enorme mesa de color caoba vacía casi por completo, a excepción del teclado y pantalla de un ordenador y un oscuro teléfono de diseño anticuado. Al otro lado de la mesa se sentaba un hombre de mediana edad, sobrepeso moderado y blandas facciones que vestía un impoluto traje gris perla de confección.
—Pase, pase, señor…Naranja, ¿verdad? Siéntese por favor —dijo el regordete director con una afable sonrisa y ofreciéndole la mano.
El hombre se sentó en el borde de la silla que le ofrecía el director.
—Bien, bien. ¿Cuál es el problema, señor Naranja? Un pariente que está siendo excesivamente molesto, una esposa que se ha convertido en un insufrible estorbo, un jefe que le hace la vida imposible…
—Se trata de… del superintendente regional de la compañía de telefonía móvil.
—¿La compañía telefónica? —preguntó el director local de A.A. Inc. y enarcó las cejas—. ¡Humm! ¿Trabaja usted para esa compañía?
—No. Verá, todo empezó cuando me compré el móvil. Firmé un contrato de la línea con compromiso de permanencia por un año y medio, pero no funcionaba demasiado bien y decidí darla de baja antes del vencimiento del contrato. Fue del todo imposible. Llamé innumerables veces al servicio técnico y al de atención al cliente, pero no sirvió de nada. No hacían más que pasarme de operador en operador, con esperas de veinte minutos entre uno y otro, sin llegar nunca a solucionar nada. Mandé varias cartas y numerosos e-mails. Nada funcionó. A pesar de que no utilizaba el móvil y no cejaba en intentar cancelar la línea, cada mes me mandaban la maldita factura.
—Por desgracia, y para nuestro infortunio, eso es algo que ocurre con demasiada frecuencia, dada la falta de ética profesional de algunas de las grandes compañías de nuestro país. ¿Pero que tiene eso que ver con el superintendente regional? —preguntó el director con el ceño fruncido.
—Pues verá. Cansado de la situación y de mis frustrados intentos de cancelar la línea, decidí no pagar ninguna factura más. Con el tiempo, por supuesto, se acumularon las facturas impagadas, y la compañía telefónica puso mi nombre en la lista oficial de morosos. Por culpa de ello, el banco me retiró el préstamo de la hipoteca. Tuve que malvender el piso para devolver el dinero. Mi familia y yo nos vimos obligados a vivir de alquiler en un cuchitril de las afueras. Cuando la empresa en la que yo trabajaba se enteró de que mi nombre estaba en la lista de morosos me despidieron sin derecho a indemnización y me fue imposible encontrar un nuevo empleo. Cada vez que me presentaba a una entrevista de trabajo acababan rechazándome, pues siempre surgían mis problemas de impago. Durante algo más de un año sobrevivimos como pudimos con el subsidio de desempleo, pero con eso apenas teníamos para pagar el alquiler. Cansada de vivir en la miseria y las estrecheces, mi mujer me abandonó, llevándose a los niños.
—¡Vaya! Cuanto lo lamento —dijo el director con cierta intranquilidad en la voz.
—No se lo puede usted imaginar. Como consecuencia de todo ello entré en una profunda depresión, lo que me llevó a tener que ser ingresado en una clínica para enfermos mentales. Gasté el poco dinero que me quedaba en fármacos antidepresivos y terapias. Cuando salí de la clínica, fui a las oficinas centrales de la compañía de telefonía móvil y solicité una entrevista con el superintendente regional. Tras varios días de espera por fin me recibió en su despacho. Le conté toda la historia y le pedí que retirasen mi nombre de la lista de morosos. Tan sólo pedía una oportunidad para empezar de nuevo, conseguir un trabajo y reunirme de nuevo con mi mujer y mis hijos.
El señor Naranja paró de hablar por unos segundos. La voz se le había vuelto entrecortada. Se llevó una mano al rostro y se frotó los apagados ojos donde unas lágrimas brumosas pugnaban por rebosar.
—Tómese su tiempo, no se preocupe. Comprendo que estas cosas son siempre difíciles —dijo el director—. ¿Qué ocurrió en su visita?
—El superintendente me trató como si yo fuese basura. Mi dijo que la compañía telefónica no tenía culpa ninguna de que yo fuera un moroso y un irresponsable, y que no estaba dispuesto a perder el tiempo con escoria como yo. Me echó del despacho casi a patadas —explicó el señor Naranja apretando los dientes.
—Y ahora usted desea ajustar cuentas con ese hombre, ¿no es cierto?
—Ese hombre y su compañía me han arruinado la vida. Tengo derecho a mi venganza —casi gritó.
—Su deseo es enteramente legítimo, señor Naranja. Créame cuando le digo que estoy por completo de acuerdo con usted. Sin embargo, me temo que tengo que hacerle una pregunta un tanto delicada. Entiendo por su historia que su situación económica no es lo que se podría llamar boyante, ¿me equivoco? —dijo el director cuyo semblante se había ido ensombreciendo conforme avanzaba la historia del señor Naranja.
—Estoy en la más completa ruina, gracias a esos hijos de mala madre.
—Bien. Bien. Eso hace que la situación se vuelva un tanto… digamos que incierta. Verá señor Naranja, si usted no tiene dinero, ¿cómo piensa pagar nuestros servicios? —preguntó el director mientras juntaba la punta de los dedos de ambas manos.
—¿Cuánto me costaría?
—Nuestros servicios, como comprenderá, son algo poco convencional y requieren una planificación cuidadosa en extremo. Los honorarios dependen por supuesto de quien es el objetivo del encargo. Somos una empresa multinacional que opera en diversos países y estamos especializados en solucionar los problemas del ciudadano de a pie, con lo que nuestros emolumentos no son los más caros del mercado. Nos ocupamos de casos como vecinos incómodos o jefes indeseables. Llegamos hasta vicepresidentes de grandes multinacionales, incluso en un par de ocasiones nos hemos encargado de diputados y senadores. Por encima de ese nivel, lo que incluye jefes de estado, ministros y estrellas del cine y el rock, tendría que recurrir a otro tipo de empresas, no sé si me comprende. Su caso entra dentro de nuestro ámbito habitual, desde luego, pero un superintendente regional de una gran compañía no le saldrá por menos de ochenta mil euros —explicó el director con extrema seriedad.
—Durante mi estancia en la clínica conocí a cierta gente. Fueron ellos los que me contaron acerca de ustedes y su… línea de trabajo. Al salir realicé un trabajito para ellos y me lo han pagado con generosidad. Sin embargo, lamento decirle que no me llega para cubrir una cantidad como esa —dijo el hombre con tono apesadumbrado.
—Entonces me temo que no vamos a poder ayudarle, señor Naranja. A menos que… ¿podría decirme el nombre de ese superintendente de la compañía telefónica?
El director tecleó el nombre en su ordenador y tras unos segundos de búsqueda, una sonrisa se abrió en el rostro del hombre del traje gris.
—Ha tenido usted suerte, señor Naranja. Su caso es el adecuado para un encargo colectivo —dijo el director con tono alegre.
—¿Y eso qué es?
—Le explico. Según consta en mis archivos, su superintendente regional es un hombre que no despierta demasiadas simpatías. Hay otras dos personas que, por diversas razones que como comprenderá no voy a proceder a explicarle, tienen el mismo objetivo que usted, pero también se muestran reluctantes a gastar la suma completa de nuestros honorarios. En casos como este, procedemos a ejecutar lo que se llama un encargo colectivo. Nosotros realizamos el trabajo, y los diversos clientes pagan su parte proporcional. Por supuesto todo hecho con la más absoluta discreción. Ninguno de los clientes conocerá la identidad de los otros ni tendrá contacto alguno con ellos. ¿Le interesa?
—Me parece estupendo —dijo el señor Naranja con alegría—. Un tercio del precio total es una cantidad mucho más asequible a mis posibilidades.
—¡Excelente! Me pondré en contacto con los otros dos potenciales clientes y, si están de acuerdo, iniciaremos los trámites oportunos. ¿Estaría usted interesado en pagar el recargo por finalización asegurada?
—¿Qué es eso? —preguntó el señor Naranja con suspicacia.
—Nuestra tarifa incluye un único intento de ejecución del  encargo. Pero, como comprenderá, aunque somos bastante buenos en nuestro oficio, no podemos garantizar un cien por cien de efectividad. Siempre pueden surgir imprevistos, nuestra gente puede verse entorpecida de alguna manera o el sujeto puede recuperarse tras el trabajo. Si usted desea que volvamos a intentarlo por segunda vez, lo haremos gustosamente por sólo un veinte por ciento extra del precio inicial —explicó el director.
El hombre se rascó el mentón pensativo durante unos segundos.
—Estaría de acuerdo en pagar el recargo. Quiero asegurarme que el trabajo se finaliza con éxito —dijo al fin.
—Excelente, señor Naranja. Bien, pues creo que con esto queda todo decidido. Por favor vuelva a pasarse por nuestras oficinas dentro de cinco días. Entonces podré decirle la respuesta de los otros clientes y si todo está listo para llevar a cabo el trabajo. Por supuesto, obvia decirle que la forma de pago sería en efectivo. Ni cheques ni transacciones bancarias, no queremos que quede ningún rastro de nuestra…, llamémosle colaboración —replicó el director con una amplia sonrisa.
—Por supuesto, por supuesto —asintió con energía—. Una cosa más me gustaría preguntarle. ¿Qué ocurriría si después del… encargo, la policía logra averiguar lo que acabamos de discutir hoy aquí?
—En ese caso, que esperemos no ocurra desde luego, usted sería el único responsable, tal y como lo especifican los estatutos de nuestra empresa. El cumplimiento de la posible condena y el pago de indemnizaciones económicas a los familiares serían su entera responsabilidad, señor Naranja —explicó el director con un brillo helado en los ojos.
—Claro, claro —balbuceó el señor Naranja con un estremecimiento—. Bien, hasta dentro de cinco días, pues —se despidió.
El señor Naranja abandonó el edificio donde residía la sucursal de Asesinos Anónimos Incorporated. Se paró un momento en la acera y respiró hondo. Su boca se curvó en una casi imperceptible sonrisa. Pensó que el encuentro había ido mejor de lo que esperaba.
Se encaminó hacia su lóbrego apartamento de alquiler. Tardaría un par de horas en llegar andando, pero no quería gastar dinero en un taxi, ni siquiera en un billete de autobús. Si todo iba bien, le haría falta hasta el último céntimo.


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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2015
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative con el número 1008066987890, con fecha de 6 de agosto de 2010.
Publicado originalmente en el libro de relatos titulado Taller de Escritura Creativa YoQuieroEscribir.com Vol. 19 – Diciembre 2010, del taller online homónimo.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.

jueves, 19 de octubre de 2017

El Informe Armagedón


Presentamos aquí uno de los anexos incluidos en la novela Ragnarök, la 9ª transición, de Juan Nadie.
Ragnarök es una novela de ciencia ficción distópica, que describe un mundo donde el sistema monetario está a punto de colapsar, la humanidad ha sufrido una cruenta guerra civil a nivel planetario, los neandertales clonados son el último producto de la ingeniería genética, y han aparecido seres humanos, de ambas especies, con capacidades mentales superiores. Son los llamados portadores de almas y han sido masacrados. Los pocos supervivientes buscan todos los caminos posibles para poder tener un futuro.
Como dice Ulises Tyrell, uno de los personajes centrales: «La religión es nuestro castigo, la evolución es nuestra alidada, la genética es nuestra esperanza».
Religión, evolución y genética son las tres premisas en las que se basa el trasfondo de la novela.
Intercalados entre los capítulos de la novela aparecen tres informes como el presente. Dichos informes no son necesarios para seguir el argumento de la novela, la trama ni las vicisitudes de los personajes, desde el inicio hasta el clímax final de la historia.
Pero la lectura de estos informes ayudará al lector a comprender la situación histórica, social y mental en la que se desarrolla la novela.
Estos informes están escritos en formato de artículo científico, así que sólo son recomendables para los lectores más perseverantes, contumaces y aguerridos.
Si te atreves a leer el informe, pincha en la portada y podrás bajarte el PDF gratis.
También lo puedes leer en Wattpad
https://drive.google.com/drive/folders/0BzFvVDNz0IaDQzk4MHRBSmh1ams



Si quieres saber más sobre esta novela, pincha en las portadas debajo.

https://relatosdejuannadie.blogspot.com.es/2016/11/ragnarok-la-novena-transicion-parte-i.html

https://relatosdejuannadie.blogspot.com.es/2017/09/ragnarok-la-novena-transicion-parte-ii.html



miércoles, 11 de octubre de 2017

Muchedumbre (microrrelato)


¿Qué es un microrrelato?
Como su propio nombre indica, un microrrelato es una construcción narrativa de pequeña extensión. Es decir, breve, muy breve. Un relato diminuto. Uno o dos párrafos, una página como mucho. Se ha demostrado que existen microrrelatos de unasola frase. Incluso se cuenta que una vez se escribió un microrrelato compuesto de una única palabra.
No me voy a poner aquí a divagar sobre lo que es o debería ser el microrrelato, sobre sus virtudes o defectos, o su influencia sociopolítica en la transustanciación de la prima de riesgo. Ya hemos hablado aquí de este tema. Si quieres saber más sobre el microrrelato, búscate la vida.

Lo que sí está claro es que el microrrelato es un subgénero literario que ha hecho furor en la última década, sobre todo gradas a la magia de la red de redes.

Siguiendo con la serie de microrrelatos inéditos de Juan Nadie, aquí tienes otro precioso bocado de microliteratura que llevarte a la boca, un microrrelato que se adentra en los meandros del terror psicológico
Si pinchas en la portada, podrás bajarte el microrrelato en PDF, en un bonito formato con portada incluida.

https://drive.google.com/drive/folders/0BzFvVDNz0IaDa2wzdXktQnBaUE0

 MUCHEDUMBRE

Todos estuvieron de acuerdo en que la tragedia se exacerbó con saña brutal sobre Fermín. El accidente lo dejó sin poder ver y sin poder oír. Para sorpresa de todos, Fermín no pareció caer presa de la apatía, la astenia o la depresión. Como una maceta olvidada por todos, tomaba el sol en el balcón del sanatorio con una sonrisa cargada de beatitud y satisfacción. Aprendió con rapidez el lenguaje dactilológico de los sordociegos, aunque lo usaba con parquedad. A las preguntas del personal sanitario sobre el motivo de su sonrisa campante e indeleble, Fermín se limitaba a contestar: «Aquí sólo hay oscuridad y silencio. Es un lugar maravilloso».
Un buen día, la sonrisa se borró del rostro de Fermín. Fue entonces la cuidadora asignada quien sonrió con malicia. Movida más por la tirria y el hartazgo que por el odio y la venganza, la mujer le preguntó si ya se había cansado de estar en su lugar maravilloso. «No, pero no me había dado cuenta hasta ahora de que está lleno de gente», contestó Fermín moviendo los dedos. No volvieron a preguntarle. 

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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2017.
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Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.