Para cualquier cosa que se pueda adquirir a cambio de dinero existe una franquicia, una sucursal, o una delegación de alguna multinacional a la vuelta de la esquina.
Es la magia de la globalización y la internacionalización de nuestro
mundo.
La
venganza no es una excepción a esta regla de nuestros días. Se sirva fría o
caliente, la venganza es un plato que siempre resulta sabroso. Y si existe
alguien dispuesto a pagar por tan suculento plato, siempre habrá alguien
dispuesto a prepararlo.
Esta es una
historia de agravio y resarcimiento que puede resultarte más próxima de lo que te
gustaría admitir.
Un nuevo relato corto de Juan Nadie que podría ser del todo auténtico y real.
Por
supuesto, y como es costumbre, COMPLETAMENTE
GRATIS.
Si pinchas aquí podrás bajarte el PDF del relato con portada incluida.
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SEÑOR
NARANJA
Desde la parada del autobús sólo tuvo que andar un par
de manzanas hasta llegar al brillante edificio de acero y cristal. La oficina
que buscaba estaba en el piso trece. Salió del ascensor y recorrió un gris
pasillo enmoquetado. Llegó a una puerta acristalada en cuya superficie
aparecían rotuladas en negro unas gruesas letras enmarcadas en un rectángulo
rojo: «A.A. INCORPORATED. Solucionamos su problema».
Titubeó por unos segundos, hasta que por fin se
decidió y apretó el timbre que había junto a la jamba de la puerta. Oyó un
zumbido seguido de un seco chasquido y la hoja se entreabrió unos centímetros.
Con paso vacilante, abrió la puerta por completo y entró.
La estancia tenía un aspecto de oficina de lo más
vulgar. Nada había en ella que llamase especialmente la atención ni la
diferenciase de millones de otras oficinas. A un lado se encontrabas unas
cuantas sillas de asiento forrado alrededor de una mesita de café sobre la que
se esparcían varias revistas de números atrasados. No había nadie esperando.
Al otro lado, junto a una segunda puerta con cristal
esmerilado, se encontraba una mesa escritorio, dotada de sus cajones
archivadores, ordenador de pantalla extraplana y secretaria rubia y atractiva.
—Buenos días —saludó el hombre con timidez.
—Buenos días —respondió la rubia ofreciéndole una
sonrisa espléndida como un anuncio de dentífrico y falsa como un billete de
siete euros—. Usted debe ser el señor Naranja, ¿verdad?
—Eh…, sí. Ese es el nombre en clave que me dijeron
usara al venir aquí cuando llamé por teléfono, aunque mi nombre es M…
—Disculpe que le interrumpa, señor Naranja —dijo la
mujer al tiempo que levantaba la palma de la mano—, pero ¿nos llamó desde su
teléfono particular?
—Les llamé desde casa, sí —respondió el hombre
sintiéndose un tanto desconcertado.
—Eso fue un error. Debería habernos llamado desde un
teléfono público, señor Naranja —le amonestó la estilizada rubia—. Cuantas
menos evidencias haya de su relación con nuestra empresa, mejor para todos. Y
por supuesto es mucho más conveniente para nosotros que no conozcamos su
verdadero nombre. Comprenderá que en nuestra línea de trabajo la discreción es
algo de vital importancia.
—Lo lamento, no se me ocurrió.
—Bien. Ya es demasiado tarde para remediarlo —replicó
la secretaria con displicencia—. Siéntese por favor. Nuestro director le
atenderá en unos minutos.
El señor Naranja se sentó junto a la mesita de café y
trató de leer una de las ajadas revistas, pero desistió a los pocos segundos.
Miró nervioso a su alrededor y se frotó las manos. Sintió las palmas húmedas.
El teléfono sonó en la mesa de la impasible rubia, que
sin alterar un solo pelo de su complicado peinado se llevó el auricular a la
oreja. Tras un escueto «sí, señor», levantó la mirada hacia el hombre.
—Puede pasar, por favor. El director le está esperando
—dijo la mujer con voz precisa y profesional.
Sintiéndose un tanto intimidado, el señor Naranja
entró en la oficina del director. Era un despacho pequeño, ocupado en su mayor
parte por una enorme mesa de color caoba vacía casi por completo, a excepción
del teclado y pantalla de un ordenador y un oscuro teléfono de diseño anticuado.
Al otro lado de la mesa se sentaba un hombre de mediana edad, sobrepeso
moderado y blandas facciones que vestía un impoluto traje gris perla de
confección.
—Pase, pase, señor…Naranja, ¿verdad? Siéntese por
favor —dijo el regordete director con una afable sonrisa y ofreciéndole la
mano.
El hombre se sentó en el borde de la silla que le
ofrecía el director.
—Bien, bien. ¿Cuál es el problema, señor Naranja? Un
pariente que está siendo excesivamente molesto, una esposa que se ha convertido
en un insufrible estorbo, un jefe que le hace la vida imposible…
—Se trata de… del superintendente regional de la
compañía de telefonía móvil.
—¿La compañía telefónica? —preguntó el director local de
A.A. Inc. y enarcó las cejas—. ¡Humm! ¿Trabaja usted para esa compañía?
—No. Verá, todo empezó cuando me compré el móvil. Firmé
un contrato de la línea con compromiso de permanencia por un año y medio, pero
no funcionaba demasiado bien y decidí darla de baja antes del vencimiento del
contrato. Fue del todo imposible. Llamé innumerables veces al servicio técnico
y al de atención al cliente, pero no sirvió de nada. No hacían más que pasarme
de operador en operador, con esperas de veinte minutos entre uno y otro, sin
llegar nunca a solucionar nada. Mandé varias cartas y numerosos e-mails. Nada
funcionó. A pesar de que no utilizaba el móvil y no cejaba en intentar cancelar
la línea, cada mes me mandaban la maldita factura.
—Por desgracia, y para nuestro infortunio, eso es algo
que ocurre con demasiada frecuencia, dada la falta de ética profesional de
algunas de las grandes compañías de nuestro país. ¿Pero que tiene eso que ver
con el superintendente regional? —preguntó el director con el ceño fruncido.
—Pues verá. Cansado de la situación y de mis
frustrados intentos de cancelar la línea, decidí no pagar ninguna factura más. Con
el tiempo, por supuesto, se acumularon las facturas impagadas, y la compañía
telefónica puso mi nombre en la lista oficial de morosos. Por culpa de ello, el
banco me retiró el préstamo de la hipoteca. Tuve que malvender el piso para
devolver el dinero. Mi familia y yo nos vimos obligados a vivir de alquiler en
un cuchitril de las afueras. Cuando la empresa en la que yo trabajaba se enteró
de que mi nombre estaba en la lista de morosos me despidieron sin derecho a
indemnización y me fue imposible encontrar un nuevo empleo. Cada vez que me
presentaba a una entrevista de trabajo acababan rechazándome, pues siempre surgían
mis problemas de impago. Durante algo más de un año sobrevivimos como pudimos
con el subsidio de desempleo, pero con eso apenas teníamos para pagar el
alquiler. Cansada de vivir en la miseria y las estrecheces, mi mujer me
abandonó, llevándose a los niños.
—¡Vaya! Cuanto lo lamento —dijo el director con cierta
intranquilidad en la voz.
—No se lo puede usted imaginar. Como consecuencia de todo
ello entré en una profunda depresión, lo que me llevó a tener que ser ingresado
en una clínica para enfermos mentales. Gasté el poco dinero que me quedaba en
fármacos antidepresivos y terapias. Cuando salí de la clínica, fui a las
oficinas centrales de la compañía de telefonía móvil y solicité una entrevista
con el superintendente regional. Tras varios días de espera por fin me recibió
en su despacho. Le conté toda la historia y le pedí que retirasen mi nombre de
la lista de morosos. Tan sólo pedía una oportunidad para empezar de nuevo,
conseguir un trabajo y reunirme de nuevo con mi mujer y mis hijos.
El señor Naranja paró de hablar por unos segundos. La
voz se le había vuelto entrecortada. Se llevó una mano al rostro y se frotó los
apagados ojos donde unas lágrimas brumosas pugnaban por rebosar.
—Tómese su tiempo, no se preocupe. Comprendo que estas
cosas son siempre difíciles —dijo el director—. ¿Qué ocurrió en su visita?
—El superintendente me trató como si yo fuese basura. Mi
dijo que la compañía telefónica no tenía culpa ninguna de que yo fuera un
moroso y un irresponsable, y que no estaba dispuesto a perder el tiempo con
escoria como yo. Me echó del despacho casi a patadas —explicó el señor Naranja
apretando los dientes.
—Y ahora usted desea ajustar cuentas con ese hombre,
¿no es cierto?
—Ese hombre y su compañía me han arruinado la vida.
Tengo derecho a mi venganza —casi gritó.
—Su deseo es enteramente legítimo, señor Naranja. Créame
cuando le digo que estoy por completo de acuerdo con usted. Sin embargo, me
temo que tengo que hacerle una pregunta un tanto delicada. Entiendo por su
historia que su situación económica no es lo que se podría llamar boyante, ¿me
equivoco? —dijo el director cuyo semblante se había ido ensombreciendo conforme
avanzaba la historia del señor Naranja.
—Estoy en la más completa ruina, gracias a esos hijos
de mala madre.
—Bien. Bien. Eso hace que la situación se vuelva un tanto…
digamos que incierta. Verá señor Naranja, si usted no tiene dinero, ¿cómo
piensa pagar nuestros servicios? —preguntó el director mientras juntaba la
punta de los dedos de ambas manos.
—¿Cuánto me costaría?
—Nuestros servicios, como comprenderá, son algo poco
convencional y requieren una planificación cuidadosa en extremo. Los honorarios
dependen por supuesto de quien es el objetivo del encargo. Somos una empresa
multinacional que opera en diversos países y estamos especializados en
solucionar los problemas del ciudadano de a pie, con lo que nuestros emolumentos
no son los más caros del mercado. Nos ocupamos de casos como vecinos incómodos o
jefes indeseables. Llegamos hasta vicepresidentes de grandes multinacionales,
incluso en un par de ocasiones nos hemos encargado de diputados y senadores.
Por encima de ese nivel, lo que incluye jefes de estado, ministros y estrellas
del cine y el rock, tendría que recurrir a otro tipo de empresas, no sé si me
comprende. Su caso entra dentro de nuestro ámbito habitual, desde luego, pero
un superintendente regional de una gran compañía no le saldrá por menos de ochenta
mil euros —explicó el director con extrema seriedad.
—Durante mi estancia en la clínica conocí a cierta
gente. Fueron ellos los que me contaron acerca de ustedes y su… línea de
trabajo. Al salir realicé un trabajito para ellos y me lo han pagado con
generosidad. Sin embargo, lamento decirle que no me llega para cubrir una
cantidad como esa —dijo el hombre con tono apesadumbrado.
—Entonces me temo que no vamos a poder ayudarle, señor
Naranja. A menos que… ¿podría decirme el nombre de ese superintendente de la
compañía telefónica?
El director tecleó el nombre en su ordenador y tras
unos segundos de búsqueda, una sonrisa se abrió en el rostro del hombre del
traje gris.
—Ha tenido usted suerte, señor Naranja. Su caso es el
adecuado para un encargo colectivo —dijo el director con tono alegre.
—¿Y eso qué es?
—Le explico. Según consta en mis archivos, su superintendente
regional es un hombre que no despierta demasiadas simpatías. Hay otras dos
personas que, por diversas razones que como comprenderá no voy a proceder a
explicarle, tienen el mismo objetivo que usted, pero también se muestran
reluctantes a gastar la suma completa de nuestros honorarios. En casos como
este, procedemos a ejecutar lo que se llama un encargo colectivo. Nosotros
realizamos el trabajo, y los diversos clientes pagan su parte proporcional. Por
supuesto todo hecho con la más absoluta discreción. Ninguno de los clientes
conocerá la identidad de los otros ni tendrá contacto alguno con ellos. ¿Le
interesa?
—Me parece estupendo —dijo el señor Naranja con
alegría—. Un tercio del precio total es una cantidad mucho más asequible a mis
posibilidades.
—¡Excelente! Me pondré en contacto con los otros dos
potenciales clientes y, si están de acuerdo, iniciaremos los trámites
oportunos. ¿Estaría usted interesado en pagar el recargo por finalización
asegurada?
—¿Qué es eso? —preguntó el señor Naranja con
suspicacia.
—Nuestra tarifa incluye un único intento de ejecución
del encargo. Pero, como comprenderá, aunque
somos bastante buenos en nuestro oficio, no podemos garantizar un cien por cien
de efectividad. Siempre pueden surgir imprevistos, nuestra gente puede verse
entorpecida de alguna manera o el sujeto puede recuperarse tras el trabajo. Si
usted desea que volvamos a intentarlo por segunda vez, lo haremos gustosamente
por sólo un veinte por ciento extra del precio inicial —explicó el director.
El hombre se rascó el mentón pensativo durante unos
segundos.
—Estaría de acuerdo en pagar el recargo. Quiero asegurarme
que el trabajo se finaliza con éxito —dijo al fin.
—Excelente, señor Naranja. Bien, pues creo que con esto
queda todo decidido. Por favor vuelva a pasarse por nuestras oficinas dentro de
cinco días. Entonces podré decirle la respuesta de los otros clientes y si todo
está listo para llevar a cabo el trabajo. Por supuesto, obvia decirle que la
forma de pago sería en efectivo. Ni cheques ni transacciones bancarias, no
queremos que quede ningún rastro de nuestra…, llamémosle colaboración —replicó
el director con una amplia sonrisa.
—Por supuesto, por supuesto —asintió con energía—. Una
cosa más me gustaría preguntarle. ¿Qué ocurriría si después del… encargo, la
policía logra averiguar lo que acabamos de discutir hoy aquí?
—En ese caso, que esperemos no ocurra desde luego,
usted sería el único responsable, tal y como lo especifican los estatutos de
nuestra empresa. El cumplimiento de la posible condena y el pago de
indemnizaciones económicas a los familiares serían su entera responsabilidad,
señor Naranja —explicó el director con un brillo helado en los ojos.
—Claro, claro —balbuceó el señor Naranja con un
estremecimiento—. Bien, hasta dentro de cinco días, pues —se despidió.
El señor Naranja abandonó el edificio donde residía la
sucursal de Asesinos Anónimos Incorporated. Se paró un momento en la acera y
respiró hondo. Su boca se curvó en una casi imperceptible sonrisa. Pensó que el
encuentro había ido mejor de lo que esperaba.
Se encaminó hacia su lóbrego apartamento de alquiler.
Tardaría un par de horas en llegar andando, pero no quería gastar dinero en un
taxi, ni siquiera en un billete de autobús. Si todo iba bien, le haría falta
hasta el último céntimo.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2015
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de
Safe Creative con el número 1008066987890, con fecha de 6 de agosto de 2010.
Publicado originalmente en el libro de relatos titulado Taller de Escritura Creativa YoQuieroEscribir.com Vol. 19 – Diciembre 2010, del taller online homónimo.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
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