La noticia conmocionó los medios de comunicación.
Un
tranquilo profesor de matemáticas de una universidad de segundas había
asesinado a una apacible anciana con la que aparentemente no tenía ninguna
relación.
No eran
asesinos. Eran científicos, matemáticos. Estudiosos y académicos dedicados a
desentrañar la complejidad del universo en que vivían. Su mundo estaba poblado
de fórmulas algebraicas y códigos binarios.
Pero sobre ellos había recaído una
responsabilidad terrible.
El futuro entero
de la raza humana estaba en sus manos.
EL ASESINATO DE
LA SEÑORA GARCÍA
(parte 1 de 4)
—Pero…, nosotros no somos asesinos —dijo Abel, casi
con un gemido.
La frase martilleaba incesante en la mente de Romualdo
Tamal. Las palabras del retraído becario sonaban una y otra vez en sus oídos,
machacándole sin piedad y persiguiéndole sin descanso como sanguijuelas aladas
llenas de dientes y aguijones. No dejaba de escucharlas desde que vio en la
distancia a la señora García, esa misma mañana, y empezó a seguirla. Hacía ya
varias horas de ello y desde entonces las palabras de Abel no dejaron de
retumbar en su cabeza.
No, ellos no eran asesinos. Eran científicos,
matemáticos. Estudiosos y académicos dedicados a desentrañar la complejidad del
universo en que vivían. Eran teóricos, ni siquiera investigadores de campo. Su
mundo estaba poblado de fórmulas algebraicas y códigos binarios. Pero sobre
ellos había recaído una responsabilidad terrible. El futuro entero de la raza
humana estaba en sus manos. Romualdo sintió que la nausea que lo atormentaba
desde la mañana se intensificaba sin piedad. Agarró con fuerza el escalpelo que
escondía en el bolsillo del gabán, la hoja de la cuchilla a salvo en su
caperuza de plástico rígido. El sudor hizo que la palma de la mano resbalase
sobre la metálica superficie del utensilio.
No, ellos no eran asesinos. Pero eran los únicos que
se interponían en el camino de la humanidad hacia el colapso final. La última
barrera. El último escudo de protección. Sólo ellos lo sabían y sólo ellos
podían hacer algo al respecto. No había tiempo para más. El intervalo era
demasiado reducido. La resolución del primer radiante había llegado demasiado
tarde. O casi. Sólo le quedaba una alternativa.
Tenía que matar a la señora García antes de las tres
de la tarde.
Con las manos sacudidas por un ligero temblor, miró
la hora en su reloj de muñeca. Las doce y media. Aún tenía tiempo, pero la hora
límite se acercaba. Refunfuñó y maldijo entre dientes por enésima vez. La
señora García seguía sentada en el banco del parque, en el mismo lugar en el
que se sentaba a tomar el sol cada mañana, siempre que el clima lo permitiese,
desde hacía innumerables años.
Clavó en la mujer sus ojos de miope, surcados de
venillas rojas y adornados de oscuras ojeras; ojos enfebrecidos que no dejaban
de moverse, escondidos tras los gruesos cristales y arropados bajo espesas y
plateadas cejas. No había visto nunca a la señora García antes de aquel día.
Jamás había hablado con ella. Hasta hace poco menos de una semana ni siquiera
sabía de su existencia. Si se la hubiese cruzado por la calle, o en la sección
de conservas del supermercado, ni siquiera le hubiese dirigido un segundo
vistazo. Sin embargo, odiaba a esa apacible y frágil ancianita con todas sus
fuerzas. Ella era el objetivo. La única solución al problema. El nudo gordiano
que él podía y debía cortar para liberar a la humanidad de su destino. Con el
escalpelo que llevaba en el bolsillo.
Había robado el escalpelo en el laboratorio de
anatomía patológica, en una de sus frecuentes visitas a su amigo Damián
Medario. Damián y Romualdo eran casi de la misma edad, con apenas unos días de
diferencia entre sus respectivos cumpleaños, que ninguno de los dos celebraba.
Se conocieron cuando eran estudiantes, inquilinos universitarios en el mismo
colegio mayor. Damián estudiaba veterinaria y Romualdo matemáticas. Se
licenciaron el mismo año, expusieron sus tesis doctorales en el mismo salón de
grados, aunque ante tribunal y público completamente distintos, y los dos
acabaron consiguiendo la plaza de profesor en la misma pequeña universidad de
provincias, aquella en la que ambos habían cursado sus estudios universitarios.
Desde entonces, hacía ya más de treinta años, las ocasionales cervezas y las
visitas del uno al despacho del otro habían mantenido una amistad poco profunda
y laxa, pero constante.
—Ya ves, Romualdo —decía Damián durante aquella
última visita. Estaba inclinado sobre la poyata del laboratorio, vestido con
una bata blanca llena de arrugas, las manos enfundadas en guantes de látex
amarillento y el cadáver a medio diseccionar de una enorme rata albina bajo la
luz de un flexo y las lentes de una lupa bifocal—. A lo que hemos llegado.
¡Malditos recortes!
—Que me vas a contar a mí —replicó Romualdo.
—Protocolos de disección. Eso es casi lo único que
podemos hacer ahora en el laboratorio. Prácticas más propias de alumnos de
secundaria. Y menos mal que las ratas se reproducen por sí mismas. Si
tuviésemos que comprarlas, ni eso.
—Está todo bastante mal.
—A vosotros también os han jodido, ¿no?
—El departamento de matemáticas ya no existe. Nos
hemos tenido que fusionar con los informáticos para reducir costes y
sobrevivir. Tres técnicos y dos administrativos a la calle con la
reestructuración. Eso sin contar con la reducción en el número de profesores
asociados. Con tanta hora lectiva, apenas vamos a tener tiempo de prepararnos
las clases.
—Pues ni te cuento para corregir exámenes. Vamos a
tener que poner las notas por sorteo.
—Desde luego.
—¿Cómo se llama ahora vuestro departamento?
—Ahora somos el Departamento de Ciencias Matemáticas
Aplicadas —dijo Romualdo con una sonrisa torcida cargada de tristeza.
Damián se subió el puente de las gafas con un dedo
enguantado y manchado de sangre y soltó una áspera risotada.
—¿Aplicadas a qué?
Romualdo se encogió de hombros y también rió. No
quiso replicar. En ese momento no le apetecía enzarzarse de nuevo en la vieja
discusión. Desde que se conocieron en su juventud estudiantil, Romualdo y
Damián sostenían la misma porfía. El veterinario argumentaba que las
matemáticas podrían ser una ciencia pura, pero eran demasiado abstractas y de
poca aplicación práctica. La fisiología y la biología eran más útiles, pues
trataba sobre cosas reales, sobre seres tangibles. Romualdo replicaba que sin las
matemáticas, nada sería posible, pues las matemáticas eran la base subyacente a
todo el conocimiento del hombre. Incontables litros de cerveza y café habían
sido engullidos en semejantes disputas. Era conversaciones amenas e
interesantes. Incluso alguna que otra vez había participado algún compañero de
departamento. Pero ese día Romualdo no tenía el ánimo para ello. Otras
cuestiones ocupaban su mente desde hacía varios días. Sobre todo una de ellas.
Una cuestión terrible. La visita a Damián había sido un vano intento por
aliviar el estrés del acuciante problema. Apenas entró en el laboratorio, se
dio cuenta de que había sido un craso error. Visitar a su viejo amigo no le
serviría de nada.
—No tienes buena cara —dijo el veterinario—.
¿Problemas en el edén de los cálculos infinitesimales?
—Bueno… Ya sabes. Los recortes —replicó el
matemático con una sonrisa triste.
—Claro, claro. Aunque un pajarito me ha dicho que
los chicos de tu recién estrenado y flamante departamento tienen un juguetito
nuevo.
—¡Vaya! Veo que los rumores viajan rápido por los
pasillos del campus.
—Más rápidos que la luz.
—Lo único más rápido en el universo conocido.
—¿Pero hay algo o no?
—Algo hay.
—Una inteligencia artificial de esas, ¿no?
—¡Hombre, no! Mantengámonos dentro del ámbito de la
ciencia real, por favor. De momento, la inteligencia artificial cae en el campo
de la ciencia ficción.
—¿Entonces?
—Se trata de un ordenador cuántico.
—¿Y eso qué demonios es?
Romualdo sonrió y trató de explicarle a su colega
profesor en qué consistía el último descubrimiento del departamento. Nada más
empezar a hablar sobre el proyecto, sintió como el alivio le relajaba, al menos
un tanto, la tensión que desde hacía días le atormentaba las cervicales. Quizás
la visita sirviera para algo después de todo, pensó.
—Pues aunque no te lo creas, los informáticos no lo hubiesen
conseguido sin los malditos recortes —empezó a explicar Romualdo.
Desde hacía varios años, todos los departamentos de
la pequeña universidad sufrían los estragos de la crisis económica y la falta
de presupuestos. Cada año las restricciones se volvían más y más severas. Cada
año el dinero asignado era una cifra menor que el anterior, y el poco dinero
que llegaba cada año daba para menos. No había ni un solo departamento que no hubiese
tenido que abandonar, por falta de recursos, más de la mitad de los proyectos
en los que otrora estaban embarcados. La asistencia a congresos internacionales,
para presentar resultados y discutir con los pares de una misma área de
conocimiento, se había convertido en algo casi anecdótico. El departamento de
computación había sufrido como el que más.
Pero los ingenieros e informáticos
del mismo no se habían dado por vencidos. Rebeldes silenciosos tras los
teclados y las conexiones de alta velocidad a los servidores, fueron incapaces
de asumir las absurdas reglamentaciones ministeriales. Normativas inútiles, más
estorbo que ayuda, que les impedían renovar los ordenadores antes de diez años,
a pesar de que a los tres ya eran máquinas obsoletas. Deslizándose entre los
entresijos de la red, habían buscado otros caminos. Con el dinero de facturas
falsificadas, en teoría dedicadas a la compra de tóner para fotocopiadoras o
vasos de plástico para la máquina de café, habían comprado piezas sueltas de
ordenadores, procesadores y microchips, en tiendas de ocasión y en el mercado
negro, y construido sus propios ordenadores. La necesidad agudiza el ingenio,
proclama el viejo axioma popular. Para cuando las estrecheces económicas los
obligaron a fusionarse con el departamento de matemáticas, los chicos de los
teclados habían alcanzado el último gran sueño de las tecnologías de la
información: acababan de fabricar el primer ordenador cuántico auténtico.
—¿Y qué demonios hace un ordenador cuántico?
—preguntó Damián—. ¿Viajar en el tiempo?
—Casi —replicó Romualdo con una sonrisa—. Un
ordenador cuántico utiliza qubits en lugar de bits. Verás, basándose en los
algoritmos de Grover y Deutsch-Jozsa, que aprovechan el paralelismo inherente a
los estados de superposición cuánticos, y los trabajos pioneros de Yugo Amaril,
aunque en un plano meramente teórico, un ordenador de este tipo es capaz de
realizar búsquedas en una secuencia no ordenada de datos de N componentes en un
tiempo N elevado a un medio y con…
Damián levantó las manos con aire de consternación.
—¡Vale, vale! No te enrolles —dijo—. Esos galimatías
de matemáticos no hay quién los entienda. En resumidas cuentas, ¿para qué sirve
un cacharro de esos?
—Tiene una capacidad de computación entre medio millón
y un millón de veces superior al ordenador digital más potente.
Damián lanzó un silbido.
—¡Joder! El amo del mundo, como quien dice. ¿Ya lo
habéis publicado?
Romualdo sintió un estremecimiento ante las palabras
de su amigo. El veterinario no tenía ni idea de lo proféticas que eran.
—Todavía estamos en las programaciones preliminares
—dijo el matemático con un casi imperceptible tremor en la voz. No se le daba
bien mentir—. Pero pronto tendremos a punto la versión beta para realizar las
primeras computaciones complejas. Entonces publicaremos los resultados.
—¿Y qué pensáis calcular, el número de la lotería?
No nos vendría nada mal —dijo el veterinario, mientras se subía de nuevo el
puente de la nariz.
—Esperamos conseguir el primer radiante —dijo el
profesor de matemáticas casi con un murmullo.
—Bonito nombre. Y eso es…
—¿Sabes algo de psicohistoria? —preguntó Romualdo.
—No tengo ni la más remota idea de lo que pueda ser.
—Pues se trata de…
—¡Espera! Déjame limpiarme un poco y me lo cuentas
invitándome a un café.
Romualdo sonrió.
—De acuerdo —dijo.
Damián recogió el instrumental de disección. Lavó
las distintas herramientas con rapidez bajo el agua del grifo y las colocó
sobre una bandejita metálica.
—¡Fíjate! —le dijo a Romualdo mientras sostenía en
alto el escalpelo—. Antes eran de usar y tirar. Ahora los lavamos, con cuidado
de no rebanarnos un dedo, y rezamos para que no se oxiden y poder utilizarlos
en la próxima disección. ¡Qué miseria! ¿No te parece?
—Sí, sí, desde luego.
Los oscuros y miopes ojos de Romualdo se clavaron en
el instrumento, y siguieron sus movimientos mientras Damián lo secaba despacio
con un cuadrado que desgajó de un rollo papel de cocina y colocaba la funda de
plástico protector sobre la cuchilla. Notó como se le aceleraba el pulso y las
palmas le empezaban a sudar. Había encontrado el arma homicida.
Damián le dio un amistoso manotazo en el brazo.
—¡Qué te duermes, Romualdo! —rió el veterinario—. Te
quedaste pensando en las musarañas. Te encuentro un poco más distraído de lo
habitual, matemático. Claro que todos los matemáticos sois unos bichos raros.
—Claro, claro —dijo Romualdo con una risa forzada.
—Bueno, ¿qué? ¿Me invitas a ese café y me explicas
qué demonios es esa psicohistoria tuya?
—Claro, vamos.
(continuará) (mañana podrás leer la 2ª parte)
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2014
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con fecha de 4 de mayo de 2014.
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Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
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