Habían
realizado el descubrimiento del siglo. Probablemente el mayor descubrimiento de
la historia, sí.
Pero el
precio a pagar era terrible. Lo peor de todo es que nadie más podía hacerlo.
No había
tiempo para nada más. Para nadie más. El plazo se acababa ese día a las tres de
la tarde.
Como
cabeza administrativa y catedrático senior del departamento, Romualdo había
asumido la responsabilidad de llevarlo a cabo. Él se encargaría. Él lo haría.
Con sus propias manos.
Tenía que matar a la señora García.
EL ASESINATO DE
LA SEÑORA GARCÍA
(parte 2 de 4)Parte 1
Parte 3
Parte 4
Con el hombro apoyado contra el tronco de un árbol
del parque, Romualdo rememoró la conversación con el veterinario. Fue la última
vez que habló con él. Se preguntó si volvería a hacerlo. Sacudió la cabeza en
un vano intento de alejar funestos pensamientos, y volvió a clavar la mirada
sobre la señora García. La diminuta anciana continuaba con su inamovible
actividad, con el rostro rosado y cuajado de arrugas levantado hacia el sol. Un
mechón de cabello plateado le onduló con la brisa sobre la sien. Romualdo
odiaba a esa mujer con todas sus fuerzas. Ella representaba todo lo malo y
odioso de este mundo. Por eso tenía que morir. A sus manos. Para que el mundo
se salvara, pues la señora García era…
Romualdo se rió por lo bajo. Sólo se estaba diciendo
a sí mismo tonterías. Tratando de convencerse. Tratando de aceptar que lo que
iba a hacer era lo más adecuado. Por supuesto que no odiaba a esa dulce
ancianita. Hasta pocos días antes ni siquiera sabía de su existencia. Y por lo
que había aprendido sobre ella, no era más que otra apacible mujer de edad que
compartía sus achaques en la consulta del médico, era visitada por sus nietos y
tomaba el sol en el parque. Pero aunque la señora García no tuviese ni idea,
ella era la clave del futuro de la humanidad.
Si los resultados del primer radiante eran
correctos.
—Pero…, nosotros no somos asesinos —había dicho
Abel, casi con un gemido.
Las palabras del inteligente becario volvieron a
sonar en sus oídos. Las dudas se le revolvieron en la boca del estómago como
serpientes cubiertas de espinas. Qué ironía, se dijo, acabar siendo un asesino,
aunque fuese el asesinato más justificado de la historia. Claro que Romualdo
nunca había sido un gran seguidor de Maquiavelo. A sus cincuenta y tres años,
soltero, sin hijos ni parientes cercanos, aferrado a sus hábitos cotidianos, su
vida eran las matemáticas y las clases en la facultad. Sus compañeros de
departamento constituían casi la totalidad de su vida social, aunque apenas los
conocía más allá de los resultados de los proyectos y los logaritmos discutidos
en las reuniones. Sus alumnos eran su mayor ventana al mundo de los vivos. Su
horizonte era una jubilación tranquila en suave pendiente hasta la tumba.
Aunque los recortes salariales y la supresión de las pagas extras en los
últimos tiempos habían hecho que la pátina dorada de esa jubilación se
resquebrajase un tanto.
Pero si los resultados del primer radiante eran
ciertos, la jubilación se convertiría en menos de diez años en un espejismo
inalcanzable.
Para él y para el resto de la humanidad.
No. Él no era un asesino. Era un profesor de
matemáticas, quizás algo aburrido y solitario, según las mofas de sus alumnos. Su
vida habían sido las matemáticas desde que tenía uso de razón. Se enamoró de
los números y las ecuaciones algebraicas ya en su temprana pubertad, hacia los
que se sentía tan atraído como sus compañeros de secundaria hacia las revistas
ilustradas con orondas rubias sin ropa. Cuando pudo poner sus manos por primera
vez sobre un ordenador, descubrió los placeres de la teoría computacional de
números, la aritmética de los algoritmos, la elegancia del pensamiento
abstracto puro.
Pero cuando llegó a la facultad descubrió que su
amor por las matemáticas no era suficiente. Las matemáticas eran el esqueleto
mismo del universo. Todo lo que existe y todo lo que ha existido se puede
explicar con las matemáticas. Incluso, gracias a la estadística y a sus
proyecciones, la magia de los números le permitía vislumbrar las posibilidades
del futuro. Pero había parcelas en el inmenso campo de conocimiento que le
costaba comprender. Acabó la licenciatura con unas notas mediocres, y hubo
asignaturas que aprobó casi por milagro tras incontables tentativas. Comprendió
que nunca sería un gran maestro, ni siquiera un virtuoso. Se quedó al borde del
Edén, las puertas cerradas para siempre, la mirada cargada de fracaso mientras
oteaba a través de las rejas. Así que se dedicó a la enseñanza.
Nunca fue, sin embargo, un docente vocacional.
Tratar de inculcar un mínimo de conocimientos algebraicos en las duras molleras
de sus alumnos se convirtió pronto en una tarea ardua y llena de
insatisfacciones. Por fortuna, cada año parecía que el nivel de sus alumnos era
más y más deficiente. Acabó enseñándole a sus alumnos conceptos que el
recordaba haber estudiado en sus tiempos de instituto. Eso hacía que las clases
fuesen cada vez más fáciles. Más fáciles, más aburridas y más faltas de
interés.
Sus únicos momentos de pasión intelectual eran los
proyectos que llevaban a cabo en el departamento de la facultad. Presentar los
pírricos datos, obtenidos tras arduo trabajo, en congresos internacionales.
Compartir la diminuta porción de conocimiento extraído con otros enamorados de
los números. Aunque en los últimos años, por culpa de los incesantes recortes
de presupuesto, esos momentos eran cada vez menos numerosos y más distanciados
en el tiempo. Al menos la vida de profesor en una pequeña universidad de
provincias era tranquila, segura y exenta de sobresaltos. No obstante, a veces
echaba de menos una cierta excitación, una imprecisa aventura que no estaba
seguro de poder definir, y ni siquiera de desear realmente.
Lloró de emoción y envidia cuando Andrew Wiles
consiguió por fin, tras siglos de esfuerzos, resolver el último teorema de
Fermat. Durante meses acarició la más voluptuosa de sus fantasías. Si él
consiguiera realizar una proeza tal, sería maravilloso. Él, Romualdo Tamal,
anónimo profesor de matemáticas, conseguía resolver uno de los grandes
problemas pendientes de las matemáticas. Durante un tiempo jugueteo con la
hipótesis de Riemann o con la conjetura de Poincaré. Por supuesto, no consiguió
avanzar ni un solo paso. Pero la fantasía ya nunca le abandonó. Fueron muchas
las noches solitarias en las que conseguía conciliar el sueño fantaseando que
la fama y la gloria matemáticas llamaban a su puerta.
Entonces ocurrió lo inesperado. Por una de esas
serendipias de probabilidad casi cero, las circunstancias confluyeron en la
conjunción perfecta. El ordenador cuántico y el primer radiante. Por fin, una
contribución significativa al área del saber a la que había dedicado toda su
vida. Que su nombre pasase a la historia era una posibilidad real que empezaba
a acariciar con la punta de los dedos.
Los resultados del primer análisis fueron tan
sorprendentes que Romualdo y los miembros de su departamento tardaron varios
días en comprender que es lo que tenían entre las manos.
Cuando por fin lo comprendieron, tuvieron que
admitir que los datos no eran sólo sorprendentes. Eran devastadores.
La belleza de la ciencia pura había desplegado sus
magníficas alas con toda su plenitud. Pero esa belleza resultó ser tan pasmosa
como aterradora. Pues sobre sus hombros había caído la más grande
responsabilidad que jamás pudiera concebirse.
Todos estuvieron de acuerdo,
habían realizado el descubrimiento del siglo, era innegable. Probablemente el mayor
descubrimiento de la historia, sí. Pero el precio a pagar era terrible. Lo peor
de todo es que nadie más podía hacerlo. No había tiempo para nada más. Para
nadie más. El plazo se acababa ese día a las tres de la tarde. Como cabeza
administrativa y catedrático senior del departamento, Romualdo había asumido la
responsabilidad de llevarlo a cabo. Él se encargaría. Él lo haría. Con sus
propias manos.
Por el bien del mundo, mataría a la señora García.
Por el bien del mundo, mataría a la señora García.
¡Malditos sean Hari Seldon y su maldita
psicohistoria!
Por fin la anciana decidió que la ración de sol
había sido suficiente por aquel día. Se levantó despacio, con cierto esfuerzo,
y echó a caminar con pasitos cortos hacia la salida del parque. Romualdo la
siguió tratando de disimular al máximo posible.
La parsimoniosa persecución duró casi tres cuartos
de hora. La anciana caminaba con lentitud, apoyándose en un bastón de madera
oscura. Romualdo se paraba aquí y allá simulando mirar un escaparate o atarse el
cordón de un zapato. De vez en cuando, alguien lo miraba, y el terror lo
invadía al pensar que habían descubierto su acecho a la pobre anciana. El sudor
le corría a raudales por la espalda y un molesto ardor de estómago empezaba a
hervirle en las entrañas.
Finalmente llegaron a la residencia de la mujer. La
señora García vivía en un pequeño chalecito adosado, con jardincito y césped a
la entrada, en una calle residencial tranquila y con poco tráfico. Por lo que
Romualdo sabía, gracias a la labor de detectives aficionados que habían
realizado los miembros de su departamento, vivía sola. Recibía las visitas de
fin de semana de alguno de sus nietos, pero era jueves, así que no tendría por
qué encontrarse con familiares inoportunos.
Romualdo visualizó la escena cien veces en su mente.
El mejor momento sería cuando la anciana estuviese entrando en la casa. Antes
de que consiguiese cerrar la puerta, entraría de un empujón, agarraría a la
mujer por el hombro y de un firme tajo le seccionaría la yugular. No sería
elegante, y probablemente resultaría bastante sangriento, pero era efectivo.
Después arrojaría a la mujer al suelo, donde se desangraría con rapidez,
mientras el corría para alejarse del lugar del crimen con la mayor celeridad
posible. No tendría que ser difícil. Una débil ancianita a la que le sacaba dos
cabezas y no debía pesar más de cuarenta kilos no debería oponer demasiada
resistencia. Incluso estuvo practicando en casa el movimiento de seccionar la
garganta de un ser humano con aquella asquerosa muñeca hinchable.
La muñeca fue el gran premio de una broma pesada que
sus compañeros del claustro de profesores de la facultad le dejaron en el coche
cuando por fin consiguió aprobar los exámenes de acceso a la cátedra. Por
alguna razón nunca la tiró a la basura. Se limitó a sacarla del maletero en
medio de la noche, mirando a todos lados para que ningún vecino fisgón pudiese
llegar a ninguna conclusión errónea sobre los posibles vicios del profesor de
matemáticas, y la guardó en el altillo del armario. Ironías de la vida, aquel aberrante
juguete sexual le vino ahora de perlas.
El pulso de Romualdo latía desbocado mientras
levantaba el pestillo y cruzaba la pequeña puerta en la verja del jardín. Las
bisagras chirriaron en sus goznes y se quedó congelado a mitad del movimiento.
Apretó los dientes con tanta fuerza que le dolieron las mandíbulas mientras
clavaba la mirada en la espalda de la señora García. La anciana debía ser dura
de oído, pues siguió cruzando el jardín, con su paso lánguido y vacilante sobre
el caminito de baldosas cuarteadas, sin percatarse sobre lo que ocurría tras
ella. Romualdo tuvo que esforzarse en mantener los labios cerrados para que el
suspiro de alivio no se escapase de su boca. Miró con rapidez a todos lados.
Ningún vecino a la vista. Nadie pasaba en ese momento por la acera. Sintió que
las piernas le temblaban y se le volvían gelatina. Estuvo a punto de darse la
vuelta y salir corriendo de allí como la proverbial rata de un barco a punto de
naufragar.
Apretó con fuerza el escalpelo en el bolsillo del
anorak y cruzó el jardín con pasos sigilosos. Tuvo que detenerse al pie de los
dos escalones que subían al pequeño porche mientras la señora García abría el
bolso y sacaba la llave. Los engranajes de la cerradura al girar dos vueltas le
sonaron a Romualdo como disparos de cañón.
Sacó el escalpelo del bolsillo y le quitó la funda
protectora de la hoja. La arrojó sobre el césped.
Volvió a mirar a todos lados y se secó el sudor de
la frente con la mano izquierda. La señora García abrió la puerta y avanzó un
par de pasitos hasta colocar un pie en el interior de la vivienda.
Romualdo subió de un salto los dos escalones. Apretó
los puños con fuerza, cruzó el pequeño porche y se abalanzó sobre la señora
García justo en el momento en que esta se giraba.
—¿Quién… quién es usted? ¿Qué quiere? —dijo la
señora García.
La sorpresa en la cara de la anciana se transmutó
con rapidez en miedo. Las arrugas de su rostro se crisparon y sus ojos turbios
se clavaron en la afilada hoja del escalpelo.
—Lo siento. Yo… —balbuceó Romualdo. Levantó la mano
izquierda, los dedos engarfiados, para sujetar a la mujer por el hombro. Su
cara era una máscara congelada en el horror y la determinación.
La señora García dio un paso atrás. Trastabilló y
por un momento pareció que iba a caer. En ese fugaz instante, Romualdo sintió
lástima por ella. La tensión se aflojó un tanto en sus redondeadas facciones y
disminuyó la presión de sus dedos. Pobre mujer, pensó. Tan sólo es una pobre
anciana. Ella no tiene la culpa. Pero lo que ha de hacerse, ha de hacerse, por
el bien de todos.
Sin embargo, la anciana no cayó. Logró mantener el
equilibrio, aunque dejó caer el bastón, que al estrellarse contra las baldosas
de la entrada sonó como un trallazo.
La señora García gritó. Mientras gritaba, con una
rapidez sorprendente, giró el brazo con un ademán enérgico. El ajado bolso de
piel que llevaba en la mano describió un arco perfecto en el aire del zaguán y
se estrelló con un ruido de calabazas maduras contra la sien del profesor de
matemáticas.
Un estallido de dolor se abrió como una flor de
fuego en la cabeza de Romualdo. Cayó hacia un lado y se estrelló contra un
mueble de aspecto anticuado que era una mezcla de recibidor y paragüero. Su
hombro chocó contra el espejo y uno de sus pies se enredó con el gran cono de
latón. Entre las luces y las sombras, un raudo pensamiento cruzó su mente: ¿qué
demonios guarda la vieja en el bolso?
No pudo mantener el equilibrio, el recibidor, el
paragüero y él se derrumbaron al suelo entre un estrépito de metal que chocaba,
madera que crujía y cristal que se hacía añicos.
La señora García no desperdició la ocasión. A toda
la velocidad que pudo imprimir a su viejo y encorvado cuerpo, corrió hacia el
jardincito de entrada, con las manos en alto, dando alaridos y pidiendo
socorro.
Romualdo perdió unos preciosos segundos tratando de
recuperar el completo dominio de sus sentidos. El escalpelo había caído dentro
del paragüero. Metió la mano dentro de un zarpazo y la sacó con igual rapidez,
con un grito de dolor y una maldición en voz alta. Se miró la mano, atónito.
Dos dedos lucían profundos cortes, uno parecía llegar casi hasta el hueso.
Empezaron a manar sangre en abundancia.
Con un rugido de rabia, se levantó ignorando el
creciente dolor de sus dedos, volcó el paragüero hasta que el escalpelo surgió
con un sonido metálico. Arrojó el paragüero al otro lado del zaguán e intentó
coger el escalpelo, pero el dolor en su mano le hizo desistir. Lo cogió con la
mano izquierda y se lanzó hacia la puerta. Un rosario de gotas rojas le siguió
por el suelo. El sudor le chorreaba por la espalda, le caía por la frente y le
entraba en los ojos. Se limpió con brusquedad con el dorso de la mano,
manchándose el entrecejo de rojo, y cruzó los escaloncitos de la entrada de un
solo salto. La anciana se agitaba, entre gritos y aspavientos, a mitad del
camino de la verja del jardín.
Prácticamente tuvo que hacerle un placaje a la
anciana para detenerla. Los dos rodaron por el suelo del jardín. Romualdo
gruñía y respiraba con dificultad. La señora García chillaba y pataleaba. El
tacón de su zapato se estrelló contra la nariz del profesor de matemáticas, que
volvió a sentir un estallido de dolor dentro de su cabeza. Notó como la sangre
le manaba de las fosas nasales y le caía por el mentón. No se molestó ni
siguiera en limpiarse. Con su mano herida consiguió sujetar la cara de la
anciana, que pronto se llenó de la sangre que surtía sin cesar de los dedos cortados.
La vieja le mordió uno de ellos. Romualdo rugió de dolor, pero no soltó su
presa. Con gran esfuerzo, debatiéndose sobre el cuerpo de la mujer, levantó la
mano izquierda, que empuñaba el escalpelo, y se lo hundió en el estómago. Los
gritos y los pataleos de la señora García se incrementaron. Una rodilla se
estampó contra la mandíbula de su agresor, que se mordió la lengua y notó como
la boca se le llenaba de un sabor dulce y metálico. Romualdo se sentía perdido
en una vorágine de sangre y dolor. Sin embargo, no cedió. Utilizó el peso de su
propio cuerpo para tratar de controlar los movimientos de la anciana. Levantó
de nuevo la mano con el escalpelo y volvió a clavarlo en el estómago. Luego
otra vez, y otra, y otra.
De pronto, Romualdo se dio cuenta que la señora
García ya no pataleaba, ya no gritaba, ya no se debatía. La miró con genuina
sorpresa. Ni siguiera parecía respirar.
Las losas del jardín y el mal cortado césped estaban
manchados de sangre. Una gran mancha roja crecía bajo el cuerpo de la mujer.
Había sangre por todas partes. Sangre que manaba de sus dedos cortados y
mordidos; sangre que goteaba de su nariz rota; sangre que se le acumulaba en la
boca; sangre que brotaba del vientre de la mujer; sangre que empapaba las ropas
de él y las de ella.
Jadeante, agotado y confuso, Romualdo Tamal,
profesor de matemáticas, se quedó de rodillas junto al cuerpo aún caliente de
la señora García. Su mano izquierda aún empuñaba el escalpelo. La manga del
anorak y del jersey húmedas y goteantes, rojo y viscoso. Durante unos segundos,
tuvo la impresión de que el universo se había detenido. No existía nada más que
aquel trozo de jardín, el cuerpo de una anciana yaciendo ante él y la sangre
que lo inundaba todo. Tuvo que hacer un esfuerzo mental para recordar qué era
aquello que veía y qué hacía él allí.
Un grito rompió el hechizo.
Romualdo levantó la mirada. Quien gritaba era la
vecina del al lado, desde su propio jardín, que con el horror y el espanto dibujados
en el semblante, se llevaba las manos a la boca y rompía la paz del mediodía
con sus alaridos.
Miró alrededor. Varios transeúntes se habían
detenido en la verja del jardín. Todos con el rostro contraído con muecas del
más genuino de los terrores. Una pareja joven empezó a alejarse del lugar de
los hechos casi a la carrera. Un tipo de aspecto elegante hablaba nervioso con
el móvil. Romualdo no hizo nada. Simplemente se quedó allí de rodillas, mirando
a la gente con expresión de absoluto vacío.
Entre ulular de sirenas y destellos azules, rojos y
ámbar, una ambulancia y dos coches de la policía nacional pararon con chirridos
de neumáticos frente al jardincito de la señora García. No tardaron mucho en
llegar, aunque el intervalo le pareció a Romualdo a la vez una eternidad y un
suspiro.
Cuando los agentes lo encañonaron, no ofreció
resistencia.
(continuará) (mañana podrás leer la 3ª parte)
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2014
© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2014
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad
Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1405040793445,
con fecha de 4 de mayo de 2014.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
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