jueves, 5 de octubre de 2017

El asesinato de la señora García - 3 (relato)

¿Por qué tuvo que morir la señora García?

¿Por qué la fabricación de un ordenador cuántico puso a un grupo de académicos y matemáticos en una situación tan terrible como nunca pudieron imaginar?

¿Por qué un profesor de matemáticas tuvo que convertirse en un asesino?

¿Qué es la psicohistoria?

¿Qué es el primer radiante?


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EL ASESINATO DE LA SEÑORA GARCÍA
  (parte 3 de 4)

Parte 1
Parte 2
Parte 4



Tres meses y medio más tarde, el ex profesor de matemáticas esperaba la llegada de su abogado en la sala de visitas de la prisión provincial. En las últimas semanas, se había entrevistado con el letrado cada pocos días. Dadas las circunstancias y todo lo que estaba ocurriendo, era lo más lógico. Los acontecimientos se habían acelerado en de una manera que ninguno de ellos podía haber previsto. Tanto, que Romualdo sentía una confortable seguridad, resguardado, al menos de momento, por la rutina, la tranquilidad y los muros con alambre de espino y cámaras de vigilancia de la prisión.
Paseó la mirada por la estancia. Era amplia y desangelada, de techos altos y lámparas halógenas protegidas por rejillas entre las que se acumulaban las telarañas y los cadáveres de las moscas. Varias mesas metálicas atornilladas al suelo, cada una rodeada de cuatro pequeños taburetes también atornillados, constituían todo el mobiliario de la sala. Las paredes, de un color mostaza sucio y resquebrajado, estaban completamente desnudas. A un lado, una pesada verja desde el suelo al techo, con una sección corrediza, los separaba del mundo exterior tras varios pasillos y controles enrejados. Al otro lado, unas ventanas altas y rectangulares dejaban pasar la poca luz del sol que era capaz de atravesar la triple barrera de gruesos barrotes, malla metálica y cristal doble cubierto de polvo.
Sólo otras dos de las mesas estaban ocupadas, en extremos opuestos de la sala. En una un tipo viejo y barbudo hablaba con amplios ademanes de las manos con una mujer joven, probablemente un familiar. La chica mantenía una expresión impertérrita antes las explicaciones del viejo convicto. En la otra, un joven recluso charlaba en voz baja con una mujer, presumiblemente su pareja. Sus manos se enlazaban por debajo de la mesa y los susurros, inaudibles, tenían un inequívoco aire de romanticismo cutre y deslavazado. Probablemente estarán planeando su próximo vis-a-vis, pensó Romualdo.
Junto a los barrotes de la entrada, montaba guardia Emilia. El cabello rubio sucio, peinado en una apretada cola de caballo, adusta y sólida en su uniforme azul marino, la porra de caucho y la pistola eléctrica ostensiblemente visibles en el cinturón. Emilia era una de las pocas vigilantes femeninas de la prisión. Montaba guardia en el comedor y en la sala de visitas; nunca entraba en el ala donde estaban las celdas de los reclusos. Con su estatura y su envergadura, tenía el aspecto de una valquiria capaz de descabezar a un hombre de un guantazo. Y probablemente lo haría si así lo consideraba necesario. Pero Romualdo sabía que bajo ese aspecto de vikinga implacable se escondía una mujer llena de amabilidad y comprensión. Al menos esa había sido su impresión tras el breve y ocasional trato que había tenido con ella desde que ingresó en prisión.
Con un chasquido metálico y un zumbido eléctrico, la verja de entrada a la sala de visitas se corrió a un lado, justo el espacio que permitía pasar a una persona. Un hombre de traje color beige claro atravesó la apertura provisional. Venía acompañado de un vigilante de prisiones uniformado, que se quedó junto a la entrada. Emilia acompañó al hombre del traje hasta la mesa en la que esperaba Romualdo. Después se alejó y volvió a su puesto de guardia.
—Profesor Tamal —saludó el hombre del traje al sentarse.
—Abogado Villares —replicó Romualdo.
Fermín Villares era un hombre joven, apenas acababa de sobrepasar la treintena. Moreno, de pelo alborotado y piel oscura, siempre vestía impecables trajes coloridos y portaba un gastado maletín de cuero marrón. Fue el abogado de oficio adjudicado por el Estado para la defensa de Romualdo Tamal. Aunque debido al revuelo mediático que el caso del profesor de matemáticas había causado, Fermín estaba considerando abrir su propio bufete. La defensa del acusado le estaba brindando una fama y un prestigio que nunca imaginó. Al menos eso le confesó a Romualdo en su anterior visita.
El abogado puso el maletín sobre la mesa, lo abrió, extrajo un manojo de documentos y los colocó frente a Romualdo.
—Estas son las resoluciones del tribunal supremo y del tribunal europeo de los derechos humanos, que revocan la resolución inicial de la audiencia provincial —dijo.
Romualdo apenas le dedicó un vistazo a los papeles. Levantó el rostro y clavó la mirada en el rubicundo rostro del abogado.
—¿Y bien? —preguntó.
—Libertad sin cargos. La causa se considera sobreseída. Los dos tribunales le reconocen como benefactor de la humanidad y le absuelven de los cargos de asesinato y homicidio premeditado, aunque tendrá que pagar una indemnización a la familia de la señora García, indemnización que pagará íntegramente el Estado, a través de la Universidad, claro está.
—¿La Universidad?
—Todos quieren salir en la foto —replicó Villares con una sonrisa.
—Claro, claro.
—Le acabo de entregar una copia de las actas al director de la prisión —dijo el abogado—. Podrá salir de aquí en un par de horas. Enhorabuena.
Una amplia sonrisa iluminó el rostro del matemático. Dejó escapar un profundo suspiro de alivio. Sin embargo, la mueca tenía un poso de tristeza, de esos que parece que nunca van a desaparecer. Libertad sin cargos. No tendría que pasar el resto de su vida tras las rejas. Sin embargo, eso jamás borraría el hecho innegable de lo ocurrido.
Él, Romualdo Tamal, había asesinado a la señora García.
Las razones del acto podían justificarlo. Así lo declaraban los tribunales. Pero el cadáver ensangrentado de la pobre anciana nunca se borraría de su mente. Durante el juicio rápido preliminar que se celebró al poco tiempo de su ingreso en prisión preventiva, lloró como un niño. Pidió disculpas a los familiares de la buena mujer de todas las formas que pudo y supo. Pero el remordimiento, la vergüenza y la culpa ya nunca lo abandonarían.
—Imagino que habrá visto los noticiaros, ¿verdad? —preguntó el abogado.
—Nos dejan ver la tele dos horas cada tarde. Sí, los he visto.
—Es usted el hombre del momento.
Romualdo se encogió de hombros y forzó una risa de sabor agridulce.
—Fama y gloria. Menuda cosa. Y de menuda manera me vino —replicó.
—Las declaraciones de su colega, el profesor Norberto Mendoza fueron sumamente decisivas. Incluso vehementes, diría yo. No hay programa de tertulia en el que no haya aparecido.
—Norberto siempre ha sido un poco histriónico.
—Sin embargo, siempre acababa dando explicaciones un tanto enrevesadas y ampulosas. Por suerte, en algunas ocasiones estaba allí ese becario suyo, Abel Cámara. El chico era capaz de explicarlo mucho mejor. Aunque es más bien parco en palabras y no parece sentirse cómodo en un plató de televisión .
—Abel siempre ha sido un chico bastante tímido, sí.
—He investigado un poco el tema, desde luego. Pero nadie parece tener muy claro que es exactamente esa psicohistoria suya.
—Bueno… En realidad no es mía, la desarrolló Hari Seldon hace ya algunos años. De manera teórica, claro. Aunque luego ha resultado ser bastante distinta de lo que nadie, incluido el propio Seldon, se hubiese imaginado.
—Sí, pero ¿cómo funciona exactamente?
—Verá, señor Villares, la psicohistoria es una mezcla de estadística, psicología e historia. Sirve, o ese era su propósito inicial, para predecir el comportamiento estadístico de grandes poblaciones. Fue propuesta por primera vez hace veintinueve años por el gran matemático y estadístico Hari Seldon, en el Congreso Internacional de Matemáticas de San Francisco. Fue una elegante y hermosa pieza de matemática pura. Seldon fue muy alabado por ello, incluso le concedieron algún galardón que otro. Pero claro, era todo pura teoría. Por aquel entonces nadie tenía la capacidad de manejar la ingente cantidad de datos que los análisis propuestos por Hari Seldon requerían.
—No había ordenadores capaces de hacer algo así por aquella época, ¿no?
—No. No los había. Aunque diecisiete años más tarde, otro gran matemático, Yugo Amaril propuso una serie de ecuaciones y algoritmos que permitirían llevar a cabo los cálculos psicohistóricos de Seldon. A la matriz de algoritmos diferenciales resultante la llamó el primer radiante. Otra maravillosa pieza de ingeniería matemática, si me permite decirlo. Pero, de nuevo, no ha habido desde entonces ordenador lo suficientemente potente para realizar los cálculos necesarios.
—Hasta que llegaron ustedes y desarrollaron el ordenador cuántico, ¿no?
—Sí. Aunque parece una carambola de proporciones cósmicas, fue mi departamento el que construyó el primer ordenador cuántico auténtico.
—¿Qué ocurrió? —preguntó el abogado.
—Que funcionó. Obtuvimos resultados. Unos resultados claros y contundentes. Unos resultados que ninguno de nosotros se esperaba. 
La mirada de Romualdo se perdió unos instantes en la luz sucia y polvorienta que entraba por las altas ventanas de la sala de visitas de la cárcel.
Recordó los días del gran descubrimiento. La excitación y la maravilla de contemplar algo completamente nuevo y que había sido creado por ellos mismos. La grandeza del pensamiento lógico y el método científico dando su fruto, trayendo al mundo una nueva pieza de conocimiento, alumbrando una nueva herramienta con la que desentrañar un poco más los avatares del universo. Después, la sorpresa, la angustia y el terror cuando comprendieron la naturaleza del hallazgo. Aún recordaba aquella primera reunión tras el análisis de los resultados finales que mostró Abel a todo el departamento.
Una reunión ominosa, cargada de aprensión y angustia, que, ahora lo comprendía, pasaría a la historia.
Estaban todos los miembros del recién creado grupo de informáticos y matemáticos, sentados alrededor de la desgastada mesa en la sala de juntas. El atávico cenicero de cristal, que nadie había quitado de allí después de tantos años, dormía el sueño injusto de las reformas sociopolíticas y reflejaba la luz de los fluorescentes del techo. Todos los rostros estaban serios y pálidos, muchos crispados con muecas que evidenciaban la presión a la que estaban sometidos. Fue en aquella reunión cuando Abel, con una voz que fue poco más que un susurro, dijo aquellas palabras que Romualdo nunca olvidaría:
—Pero…, nosotros no somos asesinos.
Pobre Abel, pensó Romualdo. O afortunado Abel, quizás. Después de todo, nada de lo ocurrido hubiese sido posible sin él.
Todo empezó con los malditos recortes y la orden que les llegó de la administración de fusionar los departamentos de informática y matemáticas para reducir costes. Todo el mundo refunfuñó, protestó y pataleó, pero no sirvió de nada. Tras varias agotadoras y casi totalmente inútiles reuniones, con incesantes tiras y aflojas, pírricas victorias y luchas de mezquindades en el submundo del poder académico, se llegó a un acuerdo. Durante el próximo año lectivo, Romualdo Tamal sería el director del nuevo departamento de Ciencias Matemáticas Aplicadas. Norberto Mendoza, anterior cabeza del departamento de informática, sería el subdirector. Para el curso siguiente se intercambiarían los cargos.
Ese año, el único becario doctoral entre los dos departamentos fusionados era Abel Cámara. La concesión de becas era una de las cosas que habían descendido en picado desde que las penurias económicas empezaron a atenazar a la pequeña universidad. Aquellos miembros de la administración que otorgaban las becas, fuesen quienes fuesen, debieron considerar que un doctorando en matemáticas no necesitaba demasiado material. Le bastaría con su cerebro, y lápiz y papel para hacer cálculos. En realidad un ordenador. Aunque por fortuna de eso ya tenían. Además, las notas de Abel eran inmejorables. Fue el primero de su promoción, con matrícula de honor en casi todas las asignaturas. Si él no conseguía una beca, nadie lo haría.
En realidad, Abel hizo la carrera de grado de informática. Pero durante sus años de facultad se fue decantando cada vez más hacia las ciencias puras. Incluso, por simple afición, participó de oyente en muchas asignaturas de la carrera de matemáticas. Se presentó a los exámenes y todo, aunque al no estar matriculado, las notas no pudieron constar en su expediente. Pero Romualdo había visto los exámenes. No bajó del nueve con cinco en todos. Un joven con unas facultades excepcionales, desde luego. Un niño prodigio perdido en la vorágine intelectual del campus.
Abel era, probablemente, la única persona de ambos departamentos feliz con la fusión.
Como director del reunificado departamento, le correspondió a Romualdo hablar con Abel para decidir el tema de la tesis doctoral.
La primera vez que el becario entró en el despacho del director, lo hizo con la misma actitud de un creyente entrando en la cámara del Arca de la Alianza. Tartamudeaba, se retorcía las manos sin cesar y gotitas de sudor perlaban la piel algo aceitosa de su frente. Abel parecía ser patológicamente tímido, sobre todo con las mujeres. Por fortuna, no había demasiadas chicas en el departamento de Ciencias Matemáticas Aplicadas. Con la cara llena de granos, el flequillo mal cortado casi sobre los ojos y una sombra de bigote con aspecto de churrete, Abel Cámara parecía un adolescente postpuberal antes que un recién graduado con honores. Pero su coeficiente intelectual no dejaba lugar a dudas: el chaval era un genio.
Cada vez que hablaba con él, Romualdo no podía evitar el preguntarse si el tímido becario era todavía virgen. A sus veinte pocos años, con esa actitud y ese aspecto, era lo más probable. El pensamiento a su vez le traía a la memoria a Berta, la única mujer que alguna vez significó algo en la vida del catedrático.
Berta fue compañera de licenciatura de Romualdo, aunque apenas la trató durante los años de carrera. Ambos consiguieron la plaza de profesor adjunto casi a la vez, aunque en departamentos distintos. Poco después empezaron a salir. Ninguno de los dos era especialmente brillante en sus habilidades sociales. Ninguno de los dos podía considerarse físicamente atractivo, al menos no de acuerdo con los cánones de la época. Ninguno de los dos sentía ningún tipo de atracción sexual hacia el otro. Su relación, carnal a la fuerza y casi con calzador, no fue más que un moderadamente patético intento de aliviar la picazón sexual que, a pesar de las matemáticas y los pensamientos elevados, no dejaba de incordiar en lo más profundo de sus cortezas cerebrales. Un vano intento de ponerle asedio a una soledad que cada día se hacía más persistente y más duradera. No duró mucho. Una relación basada en el conformismo y en el mejor esto que nada no podía florecer. Berta era más brillante que Romualdo. Consiguió un par de buenas publicaciones que le abrieron algunas puertas. La última vez que supo de ella, su ex novia había conseguido la dirección del departamento de estadística de una de las dos universidades más importantes de la capital del país. Después de Berta, no hubo ninguna más. El onanismo ocasional se convirtió en el único compañero de las solitarias noches de Romualdo.
De vez en cuando, sobre todo tras hablar con Abel, Romualdo se recreaba en el placer agridulce de rememorar sus días con Berta. Incluso llegó a pensar en llamarla, por los viejos tiempos. Nunca se animó a hacerlo.
Fue el propio Abel Cámara, con su hablar entrecortado y su brillantez de ideas, el que propuso el tema de la tesis doctoral. Aquellos días el departamento estaba bastante revuelto y la excitación intelectual crujía como la electricidad estática. Por un lado las tensiones de la fusión interdepartamental. Por otro el anuncio de los informáticos de que tenían casi a punto la primera versión del ordenador cuántico. Abel lo tuvo claro desde el principio. Y así, no sin esfuerzo, se lo expuso a su director. Podrían utilizar el nuevo ordenador para llevar a cabo, por primera vez en la historia de la ciencia humana, el primer análisis psicohistórico válido.
Ahora tenían las herramientas necesarias para procesar la colosal miríada de datos y variables.
Ahora podrían construir un auténtico primer radiante.
Romualdo se sintió atraído desde el principio por la idea. Se lo comentó a Norberto, y, para su sorpresa, el jefe de los informáticos se mostró entusiasmado. Ambos lo comprendieron enseguida. Si el proyecto funcionaba, el departamento ascendería a la gloria. Y ni siguiera tendrían que pedir limosna a la administración para financiarlo. Tenían todo lo que necesitaban.


(continuará)   (mañana podrás leer la 4ª y última parte de este relato)

 
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2014
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1405040793445, con fecha de 4 de mayo de 2014.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.

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