¿Por qué la
fabricación de un ordenador cuántico puso a un grupo de académicos y
matemáticos en una situación tan terrible como nunca pudieron imaginar?
¿Por qué un
profesor de matemáticas tuvo que convertirse en un asesino?
¿Qué es la psicohistoria?
¿Qué es el primer radiante?
EL ASESINATO DE
LA SEÑORA GARCÍA
(parte 3 de 4)Parte 1
Parte 2
Parte 4
Tres meses y medio más tarde, el ex profesor de
matemáticas esperaba la llegada de su abogado en la sala de visitas de la
prisión provincial. En las últimas semanas, se había entrevistado con el letrado
cada pocos días. Dadas las circunstancias y todo lo que estaba ocurriendo, era
lo más lógico. Los acontecimientos se habían acelerado en de una manera que
ninguno de ellos podía haber previsto. Tanto, que Romualdo sentía una
confortable seguridad, resguardado, al menos de momento, por la rutina, la
tranquilidad y los muros con alambre de espino y cámaras de vigilancia de la
prisión.
Paseó la mirada por la estancia. Era amplia y
desangelada, de techos altos y lámparas halógenas protegidas por rejillas entre
las que se acumulaban las telarañas y los cadáveres de las moscas. Varias mesas
metálicas atornilladas al suelo, cada una rodeada de cuatro pequeños taburetes
también atornillados, constituían todo el mobiliario de la sala. Las paredes,
de un color mostaza sucio y resquebrajado, estaban completamente desnudas. A un
lado, una pesada verja desde el suelo al techo, con una sección corrediza, los
separaba del mundo exterior tras varios pasillos y controles enrejados. Al otro
lado, unas ventanas altas y rectangulares dejaban pasar la poca luz del sol que
era capaz de atravesar la triple barrera de gruesos barrotes, malla metálica y
cristal doble cubierto de polvo.
Sólo otras dos de las mesas estaban ocupadas, en
extremos opuestos de la sala. En una un tipo viejo y barbudo hablaba con
amplios ademanes de las manos con una mujer joven, probablemente un familiar.
La chica mantenía una expresión impertérrita antes las explicaciones del viejo
convicto. En la otra, un joven recluso charlaba en voz baja con una mujer,
presumiblemente su pareja. Sus manos se enlazaban por debajo de la mesa y los
susurros, inaudibles, tenían un inequívoco aire de romanticismo cutre y
deslavazado. Probablemente estarán planeando su próximo vis-a-vis, pensó
Romualdo.
Junto a los barrotes de la entrada, montaba guardia
Emilia. El cabello rubio sucio, peinado en una apretada cola de caballo, adusta
y sólida en su uniforme azul marino, la porra de caucho y la pistola eléctrica
ostensiblemente visibles en el cinturón. Emilia era una de las pocas vigilantes
femeninas de la prisión. Montaba guardia en el comedor y en la sala de visitas;
nunca entraba en el ala donde estaban las celdas de los reclusos. Con su
estatura y su envergadura, tenía el aspecto de una valquiria capaz de
descabezar a un hombre de un guantazo. Y probablemente lo haría si así lo
consideraba necesario. Pero Romualdo sabía que bajo ese aspecto de vikinga
implacable se escondía una mujer llena de amabilidad y comprensión. Al menos
esa había sido su impresión tras el breve y ocasional trato que había tenido
con ella desde que ingresó en prisión.
Con un chasquido metálico y un zumbido eléctrico, la
verja de entrada a la sala de visitas se corrió a un lado, justo el espacio que
permitía pasar a una persona. Un hombre de traje color beige claro atravesó la
apertura provisional. Venía acompañado de un vigilante de prisiones uniformado,
que se quedó junto a la entrada. Emilia acompañó al hombre del traje hasta la
mesa en la que esperaba Romualdo. Después se alejó y volvió a su puesto de
guardia.
—Profesor Tamal —saludó el hombre del traje al
sentarse.
—Abogado Villares —replicó Romualdo.
Fermín Villares era un hombre joven, apenas acababa
de sobrepasar la treintena. Moreno, de pelo alborotado y piel oscura, siempre
vestía impecables trajes coloridos y portaba un gastado maletín de cuero
marrón. Fue el abogado de oficio adjudicado por el Estado para la defensa de
Romualdo Tamal. Aunque debido al revuelo mediático que el caso del profesor de
matemáticas había causado, Fermín estaba considerando abrir su propio bufete. La
defensa del acusado le estaba brindando una fama y un prestigio que nunca
imaginó. Al menos eso le confesó a Romualdo en su anterior visita.
El abogado puso el maletín sobre la mesa, lo abrió,
extrajo un manojo de documentos y los colocó frente a Romualdo.
—Estas son las resoluciones del tribunal supremo y
del tribunal europeo de los derechos humanos, que revocan la resolución inicial
de la audiencia provincial —dijo.
Romualdo apenas le dedicó un vistazo a los papeles.
Levantó el rostro y clavó la mirada en el rubicundo rostro del abogado.
—¿Y bien? —preguntó.
—Libertad sin cargos. La causa se considera
sobreseída. Los dos tribunales le reconocen como benefactor de la humanidad y
le absuelven de los cargos de asesinato y homicidio premeditado, aunque tendrá que
pagar una indemnización a la familia de la señora García, indemnización que
pagará íntegramente el Estado, a través de la Universidad, claro está.
—¿La Universidad?
—Todos quieren salir en la foto —replicó Villares
con una sonrisa.
—Claro, claro.
—Le acabo de entregar una copia de las actas al
director de la prisión —dijo el abogado—. Podrá salir de aquí en un par de
horas. Enhorabuena.
Una amplia sonrisa iluminó el rostro del matemático.
Dejó escapar un profundo suspiro de alivio. Sin embargo, la mueca tenía un poso
de tristeza, de esos que parece que nunca van a desaparecer. Libertad sin
cargos. No tendría que pasar el resto de su vida tras las rejas. Sin embargo,
eso jamás borraría el hecho innegable de lo ocurrido.
Él, Romualdo Tamal, había asesinado a la señora
García.
Las razones del acto podían justificarlo. Así lo
declaraban los tribunales. Pero el cadáver ensangrentado de la pobre anciana
nunca se borraría de su mente. Durante el juicio rápido preliminar que se
celebró al poco tiempo de su ingreso en prisión preventiva, lloró como un niño.
Pidió disculpas a los familiares de la buena mujer de todas las formas que pudo
y supo. Pero el remordimiento, la vergüenza y la culpa ya nunca lo
abandonarían.
—Imagino que habrá visto los noticiaros, ¿verdad?
—preguntó el abogado.
—Nos dejan ver la tele dos horas cada tarde. Sí, los
he visto.
—Es usted el hombre del momento.
Romualdo se encogió de hombros y forzó una risa de
sabor agridulce.
—Fama y gloria. Menuda cosa. Y de menuda manera me
vino —replicó.
—Las declaraciones de su colega, el profesor
Norberto Mendoza fueron sumamente decisivas. Incluso vehementes, diría yo. No
hay programa de tertulia en el que no haya aparecido.
—Norberto siempre ha sido un poco histriónico.
—Sin embargo, siempre acababa dando explicaciones un
tanto enrevesadas y ampulosas. Por suerte, en algunas ocasiones estaba allí ese
becario suyo, Abel Cámara. El chico era capaz de explicarlo mucho mejor. Aunque
es más bien parco en palabras y no parece sentirse cómodo en un plató de
televisión .
—Abel siempre ha sido un chico bastante tímido, sí.
—He investigado un poco el tema, desde luego. Pero
nadie parece tener muy claro que es exactamente esa psicohistoria suya.
—Bueno… En realidad no es mía, la desarrolló Hari
Seldon hace ya algunos años. De manera teórica, claro. Aunque luego ha
resultado ser bastante distinta de lo que nadie, incluido el propio Seldon, se
hubiese imaginado.
—Sí, pero ¿cómo funciona exactamente?
—Verá, señor Villares, la psicohistoria es una
mezcla de estadística, psicología e historia. Sirve, o ese era su propósito
inicial, para predecir el comportamiento estadístico de grandes poblaciones. Fue
propuesta por primera vez hace veintinueve años por el gran matemático y
estadístico Hari Seldon, en el Congreso Internacional de Matemáticas de San
Francisco. Fue una elegante y hermosa pieza de matemática pura. Seldon fue muy
alabado por ello, incluso le concedieron algún galardón que otro. Pero claro,
era todo pura teoría. Por aquel entonces nadie tenía la capacidad de manejar la
ingente cantidad de datos que los análisis propuestos por Hari Seldon
requerían.
—No había ordenadores capaces de hacer algo así por
aquella época, ¿no?
—No. No los había. Aunque diecisiete años más tarde,
otro gran matemático, Yugo Amaril propuso una serie de ecuaciones y algoritmos
que permitirían llevar a cabo los cálculos psicohistóricos de Seldon. A la
matriz de algoritmos diferenciales resultante la llamó el primer radiante. Otra
maravillosa pieza de ingeniería matemática, si me permite decirlo. Pero, de
nuevo, no ha habido desde entonces ordenador lo suficientemente potente para realizar
los cálculos necesarios.
—Hasta que llegaron ustedes y desarrollaron el
ordenador cuántico, ¿no?
—Sí. Aunque parece una carambola de proporciones
cósmicas, fue mi departamento el que construyó el primer ordenador cuántico
auténtico.
—¿Qué ocurrió? —preguntó el abogado.
—Que funcionó. Obtuvimos resultados. Unos resultados
claros y contundentes. Unos resultados que ninguno de nosotros se
esperaba.
La mirada de Romualdo se perdió unos instantes en la
luz sucia y polvorienta que entraba por las altas ventanas de la sala de
visitas de la cárcel.
Recordó los días del gran descubrimiento. La
excitación y la maravilla de contemplar algo completamente nuevo y que había
sido creado por ellos mismos. La grandeza del pensamiento lógico y el método
científico dando su fruto, trayendo al mundo una nueva pieza de conocimiento,
alumbrando una nueva herramienta con la que desentrañar un poco más los
avatares del universo. Después, la sorpresa, la angustia y el terror cuando
comprendieron la naturaleza del hallazgo. Aún recordaba aquella primera reunión
tras el análisis de los resultados finales que mostró Abel a todo el
departamento.
Una reunión ominosa, cargada de aprensión y
angustia, que, ahora lo comprendía, pasaría a la historia.
Estaban todos los miembros del recién creado grupo de
informáticos y matemáticos, sentados alrededor de la desgastada mesa en la sala
de juntas. El atávico cenicero de cristal, que nadie había quitado de allí
después de tantos años, dormía el sueño injusto de las reformas sociopolíticas
y reflejaba la luz de los fluorescentes del techo. Todos los rostros estaban
serios y pálidos, muchos crispados con muecas que evidenciaban la presión a la
que estaban sometidos. Fue en aquella reunión cuando Abel, con una voz que fue
poco más que un susurro, dijo aquellas palabras que Romualdo nunca olvidaría:
—Pero…, nosotros no somos asesinos.
Pobre Abel, pensó Romualdo. O afortunado Abel,
quizás. Después de todo, nada de lo ocurrido hubiese sido posible sin él.
Todo empezó con los malditos recortes y la orden que
les llegó de la administración de fusionar los departamentos de informática y
matemáticas para reducir costes. Todo el mundo refunfuñó, protestó y pataleó,
pero no sirvió de nada. Tras varias agotadoras y casi totalmente inútiles
reuniones, con incesantes tiras y aflojas, pírricas victorias y luchas de
mezquindades en el submundo del poder académico, se llegó a un acuerdo. Durante
el próximo año lectivo, Romualdo Tamal sería el director del nuevo departamento
de Ciencias Matemáticas Aplicadas. Norberto Mendoza, anterior cabeza del
departamento de informática, sería el subdirector. Para el curso siguiente se
intercambiarían los cargos.
Ese año, el único becario doctoral entre los dos
departamentos fusionados era Abel Cámara. La concesión de becas era una de las
cosas que habían descendido en picado desde que las penurias económicas
empezaron a atenazar a la pequeña universidad. Aquellos miembros de la
administración que otorgaban las becas, fuesen quienes fuesen, debieron
considerar que un doctorando en matemáticas no necesitaba demasiado material.
Le bastaría con su cerebro, y lápiz y papel para hacer cálculos. En realidad un
ordenador. Aunque por fortuna de eso ya tenían. Además, las notas de Abel eran
inmejorables. Fue el primero de su promoción, con matrícula de honor en casi
todas las asignaturas. Si él no conseguía una beca, nadie lo haría.
En realidad, Abel hizo la carrera de grado de
informática. Pero durante sus años de facultad se fue decantando cada vez más
hacia las ciencias puras. Incluso, por simple afición, participó de oyente en
muchas asignaturas de la carrera de matemáticas. Se presentó a los exámenes y
todo, aunque al no estar matriculado, las notas no pudieron constar en su
expediente. Pero Romualdo había visto los exámenes. No bajó del nueve con cinco
en todos. Un joven con unas facultades excepcionales, desde luego. Un niño
prodigio perdido en la vorágine intelectual del campus.
Abel era, probablemente, la única persona de ambos
departamentos feliz con la fusión.
Como director del reunificado departamento, le
correspondió a Romualdo hablar con Abel para decidir el tema de la tesis
doctoral.
La primera vez que el becario entró en el despacho
del director, lo hizo con la misma actitud de un creyente entrando en la cámara
del Arca de la Alianza. Tartamudeaba, se retorcía las manos sin cesar y gotitas
de sudor perlaban la piel algo aceitosa de su frente. Abel parecía ser
patológicamente tímido, sobre todo con las mujeres. Por fortuna, no había
demasiadas chicas en el departamento de Ciencias Matemáticas Aplicadas. Con la
cara llena de granos, el flequillo mal cortado casi sobre los ojos y una sombra
de bigote con aspecto de churrete, Abel Cámara parecía un adolescente
postpuberal antes que un recién graduado con honores. Pero su coeficiente
intelectual no dejaba lugar a dudas: el chaval era un genio.
Cada vez que hablaba con él, Romualdo no podía
evitar el preguntarse si el tímido becario era todavía virgen. A sus veinte
pocos años, con esa actitud y ese aspecto, era lo más probable. El pensamiento
a su vez le traía a la memoria a Berta, la única mujer que alguna vez significó
algo en la vida del catedrático.
Berta fue compañera de licenciatura de Romualdo, aunque
apenas la trató durante los años de carrera. Ambos consiguieron la plaza de
profesor adjunto casi a la vez, aunque en departamentos distintos. Poco después
empezaron a salir. Ninguno de los dos era especialmente brillante en sus
habilidades sociales. Ninguno de los dos podía considerarse físicamente
atractivo, al menos no de acuerdo con los cánones de la época. Ninguno de los
dos sentía ningún tipo de atracción sexual hacia el otro. Su relación, carnal a
la fuerza y casi con calzador, no fue más que un moderadamente patético intento
de aliviar la picazón sexual que, a pesar de las matemáticas y los pensamientos
elevados, no dejaba de incordiar en lo más profundo de sus cortezas cerebrales.
Un vano intento de ponerle asedio a una soledad que cada día se hacía más
persistente y más duradera. No duró mucho. Una relación basada en el
conformismo y en el mejor esto que nada no podía florecer. Berta era más
brillante que Romualdo. Consiguió un par de buenas publicaciones que le
abrieron algunas puertas. La última vez que supo de ella, su ex novia había
conseguido la dirección del departamento de estadística de una de las dos
universidades más importantes de la capital del país. Después de Berta, no hubo
ninguna más. El onanismo ocasional se convirtió en el único compañero de las
solitarias noches de Romualdo.
De vez en cuando, sobre todo tras hablar con Abel,
Romualdo se recreaba en el placer agridulce de rememorar sus días con Berta.
Incluso llegó a pensar en llamarla, por los viejos tiempos. Nunca se animó a
hacerlo.
Fue el propio Abel Cámara, con su hablar
entrecortado y su brillantez de ideas, el que propuso el tema de la tesis
doctoral. Aquellos días el departamento estaba bastante revuelto y la
excitación intelectual crujía como la electricidad estática. Por un lado las
tensiones de la fusión interdepartamental. Por otro el anuncio de los
informáticos de que tenían casi a punto la primera versión del ordenador
cuántico. Abel lo tuvo claro desde el principio. Y así, no sin esfuerzo, se lo
expuso a su director. Podrían utilizar el nuevo ordenador para llevar a cabo,
por primera vez en la historia de la ciencia humana, el primer análisis
psicohistórico válido.
Ahora tenían las herramientas necesarias para
procesar la colosal miríada de datos y variables.
Ahora podrían construir un auténtico primer
radiante.
Romualdo se sintió atraído desde el principio por la
idea. Se lo comentó a Norberto, y, para su sorpresa, el jefe de los
informáticos se mostró entusiasmado. Ambos lo comprendieron enseguida. Si el
proyecto funcionaba, el departamento ascendería a la gloria. Y ni siguiera
tendrían que pedir limosna a la administración para financiarlo. Tenían todo lo
que necesitaban.
(continuará) (mañana podrás leer la 4ª y última parte de este relato)
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2014
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Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1405040793445,
con fecha de 4 de mayo de 2014.
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Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
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