viernes, 6 de octubre de 2017

El asesinato de la señora García - 4 (relato)


Un día, las noticias conmocionaron a todo el país: el profesor Romualdo había asesinado a la señora García.
Sin embargo, Romualdo no era un asesino. Ni un psicópata, ni se había vuelto loco, ni le había invadido un ansia irresistible de venganza. 
Romualdo hizo lo que hizo porque no tuvo más remedio que hacerlo. Aunque nunca lo buscó, y se opuso con todas sus fuerzas a ello, las circunstancias lo empujaron a convertirse en el gran héroe del momento.
Tuvo que asesinar a la señora García para salvar al resto de la humanidad.
Y todo por culpa de la psicohistoria.


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EL ASESINATO DE LA SEÑORA GARCÍA
  (parte 4 de 4)

Parte 1
Parte 2
Parte 3



Durante semanas, el departamento al completo se dedicó a la ingente tarea de suministrarle al ordenador todo dato y estadística que estuviese al alcance de un par de clics de ratón. La máquina lo engullía todo con una voracidad insaciable. Abel prácticamente vivía en el departamento. Sus dedos casi acabaron por entrar en simbiosis con el teclado.
Tres meses más tarde, con sus balbuceos y sus manos sudorosas, el becario anunció en la reunión bisemanal que estaba casi terminado. El primer radiante estaba listo y a punto para los primeros análisis. El deseo y la avaricia brillaron en los ojos de Romualdo y Norberto.
Ninguno de ellos, ni en la más horrenda de sus pesadillas, podría haber previsto los resultados.
Repitieron el análisis una y otra vez. Añadieron más datos. Eliminaron otros. Permutaron las variables. Reconfiguraron las ecuaciones y los algoritmos. Usaron distintos inicios. Con pequeñas variaciones en la horquilla temporal, el resultado fue siempre el mismo. Y la manera de remediarlo, también.
—El problema fue que nadie tuvo en cuenta el efecto mariposa —le dijo Romualdo al abogado Fermín Villares en la sala de visitas de la prisión.
—¿Efecto mariposa? —replicó el letrado con una mueca de sorpresa.
—El efecto mariposa es un concepto de la teoría matemática del caos. Según esta idea, una pequeña variación en las condiciones iniciales de un sistema caótico pude dar lugar a una evolución de dicho sistema totalmente distinta, dando lugar a condiciones finales completamente diferentes —explicó el catedrático.
—No sé si acabo de comprenderlo.
—Verá. Los análisis con el ordenador cuántico siempre nos daban los mismos resultados. No importa como lo hiciésemos o que variables tomásemos como fijas o a qué paquetes de datos le diésemos prioridad. El primer radiante siempre nos conducía al mismo corolario.
—La destrucción de la humanidad —afirmó el abogado.
Romualdo emitió una risita nerviosa.
—Bueno… eso es un poco una exageración por parte de la prensa —dijo—. En realidad, lo que el primer radiante predecía era que, dadas las condiciones políticas, económicas y ambientales del momento, la civilización planetaria actual entraría en colapso. En un periodo de entre diez y veinte años, todo el sistema se vendría abajo.
—Lo sé, lo sé. Eso lo sabe cualquiera que haya estado pendiente de los medios en los últimos días. ¿Pero que tenía que ver con ello la señora García?
—Ahí es donde entra el efecto mariposa —replicó Romualdo agitando el dedo índice frente a su rostro.
—¡Ajá!
—Verá. La psicohistoria se supone que sirve para predecir el comportamiento estadístico de grandes grupos de personas. Por lo tanto, para modificar esos comportamientos harían falta medidas a gran escala, ¿no le parece?
—Imagino.
—Todos pensábamos que para modificar un desenlace futuro harían falta campañas de educación y divulgación que, al cabo de los años, consiguiesen evitar el cataclismo que se nos venía encima.
—Pero se equivocaron.
—Absoluta y totalmente —rió Romualdo—. Entiéndame, señor Villares. Todos esperábamos resultados en cifras referentes a millones de individuos, porcentajes, tendencias. Cosas así. Imagínese nuestra sorpresa cuando el análisis nos dio el nombre de un individuo. Un único individuo concreto.
—La señora García.
—¡Exacto! Fue algo de locos. Pero el primer radiante nos guardaba una sorpresa inimaginable. Verá, gracias al efecto mariposa, una pequeña variación en el sistema, una modificación en la vida de un solo individuo, podía hacer que toda la humanidad cambiase.
—Y en este caso la pequeña variación fue…
—¡Exacto! Por horrible que pareciese, la única manera de evitar que la humanidad acabase en regresión a la prehistoria era que la señora García muriese antes de las tres de la tarde del día veintitrés de abril.
—Sí, pero… ¿cómo?
Romualdo se encogió de hombros.
—Bueno… eso es algo que tampoco nosotros hemos acabado de dilucidar. Verá. El output final del primer radiante, el resultado definitivo, es claro y fácil de leer. Pero los pasos psicohistóricos intermedios de la matriz que conducen a ello no son tan fáciles de ver. Por lo que yo sé, Abel sigue analizando las cadenas contingentes del primer radiante para tratar de arrojar algo de luz sobre la cuestión.
—Ya.
—Entiéndalo, señor Villares. El primer radiante era irrefutable. El desenlace final podía variar ligeramente en el tiempo, pero no en su naturaleza. El desastre ocurriría, y sólo había una manera de evitarlo.
—Por eso mató a la señora García.
El profesor dejó escapar un suspiro y bajó la mirada. Con la uña del dedo índice, empezó a jugar con la rayada superficie de la mesa.
—No me quedó más remedio, señor Villares. Tuve que hacerlo yo.
Romualdo rememoró de nuevo aquella tensa y angustiosa última reunión en el departamento. Estaban todos los miembros presentes, todos con caras pálidas, serias y cargadas de ojeras. Ninguno había dormido demasiado en los últimos diez días. Se habían enfrentado a una actividad frenética tratando de encontrar una salida al dilema. No lo habían conseguido. El primer radiante siempre vertía la misma conclusión. Estaban a veintiuno de abril y la señora García tenía que morir antes de cuarenta y ocho horas. O la humanidad estaba condenada.
—¿Pero, quién es esa señora García? ¿Por qué es tan importante? —preguntó Romualdo con un tono de voz un par de octavas demasiado alto, con la corbata torcida y el cuello de la camisa sucio, en un desesperado intento por evitar lo inevitable.
—Bueno… es… la señora que… —balbuceó Abel Cámara.
—Aparentemente es una ancianita de lo más normal —intervino Silverio Gutiérrez, uno de los informáticos.
Silverio había colaborado estrechamente con Abel en el proyecto y era el responsable principal de la entrada y selección de datos para el primer radiante. Cuando por primera vez apareció el nombre de la señora García, él y otros miembros del departamento jugaron a los detectives aficionados para averiguar todo lo que supieran sobre aquella mujer en cuyos hombros parecía descansar el destino de toda la especie.
—Todavía no podemos analizar por separado los algoritmos secuenciales —continuó Silverio—. Pero parece que tiene que ver con uno de sus nietos.
—¿Un nieto? —preguntó Romualdo sin disimular su cansancio.
—Sí, doctor Tamal. Por lo visto, uno de los nietos de la señora es un pez gordo en cuestiones económicas —dijo Norberto Mendoza—. Es subdirector de algo en el banco central. Creemos que, quizás provocado por el dolor de la muerte de su querida abuela, el nieto llevaría a cabo una serie de cambios internos en la política económica del banco, aunque no sabemos cuáles. Esto provocaría una reacción en cadena que modificaría toda la economía mundial y, pensamos, salvaría el sistema monetario actual de la catástrofe.
—¿Piensan?
—Sí, pensamos.
—Pero no están seguros.
—No sabemos a ciencia cierta como ocurriría. Como bien ha dicho Silverio, los análisis intermedios aún se nos escapan. Pero el output final es claro y contundente.
Romualdo sacudió la cabeza con desesperación.
—Tenemos que avisar a las autoridades —dijo.
—No nos creerían —dijo Norberto en tono lapidario—. El primer radiante aún no ha sido validado. Además, no hay tiempo. La fecha límite es pasado mañana. Después será demasiado tarde para modificar el curso de los acontecimientos.
Un silencio espeso como melaza podrida flotó en la sala de reuniones.
—Entonces… —dijo Romualdo.
—Sólo hay una opción —dijo Norberto.
—Tenemos que matar a la señora García —sentenció el catedrático.
—Pero…, nosotros no somos asesinos —dijo Abel, casi con un gemido.
El silencio se estiró y se hizo más profundo, más depredador, casi como un agujero negro.
—Yo lo haré —dijo Romualdo Tamal.
Él era el director del departamento. El líder intelectual del grupo y el responsable último de todos los proyectos que allí se realizasen. Entendió que era su responsabilidad y su deber. Si alguien tenía que hacer algo así, él lo haría. No podía arrastrar al resto de sus subordinados a la fatalidad. Nadie se opuso.
Marchó a casa, con la mente casi al borde de colapso. Al día siguiente no acudió a la facultad. No respondió a ninguna llamada ni a ningún correo. En la mañana del veintitrés, tras cuarenta y ocho horas sin apenas dormir, salió temprano de su apartamento para seguir a la señora García.
—Pero al final el nieto no tuvo nada que ver, ¿verdad? —preguntó el abogado Fermín Villares.
—No. De nuevo, nos equivocamos de pleno —respondió Romualdo. Contempló con aire ensimismado como la luz entraba por los ventanucos de la sala de visitas.
—¿Qué ocurrió?
—Verá. Uno de los axiomas de la psicohistoria propuestos por Hari Seldon es que la población cuyo comportamiento se quiere modelar debe permanecer ignorante de la aplicación del análisis psicohistórico al que se la somete.
—Pero todo saltó a los medios.
Romualdo asintió. En los primeros días tras su detención, los miembros del departamento guardaron silencio. Ante los interrogatorios de la policía, todos afirmaron no tener idea de quién era la señora García ni porqué su director había atentado contra la vida de la dulce ancianita. Ese fue el acuerdo tácito. En sus declaraciones, Romualdo admitía el crimen. No le quedaba más remedio. Pero ante las preguntas sobre el móvil, se limitaba a encerrarse en un obstinado mutismo. Los titulares de los periódicos y las cabeceras de los telediarios de todo el país se llenaron durante unos días con la noticia. De forma inesperada y sorprendente, un tranquilo profesor de una universidad de segundas había asesinado a una mujer con la que aparentemente no tenía ninguna relación. Apenas duró una semana. A fin de cuentas, sólo se trataba de otro asesinato. Pronto los noticiarios estuvieron ocupados con nuevas calamidades.  
Cinco semanas más tarde, el silencio se rompió.
Nunca explicó por qué lo hizo. Quizás fuese por remordimientos, o por un sentido de fidelidad hacia su jefe, o quizás movido por una idea de honestidad y justicia mucho más sólida de la que sus compañeros de departamento podía sospechar. El tímido y apocado becario, Abel Cámara, fue a la policía y contó todo lo que sabía del asunto. Al principio no lo entendieron, ni tampoco le hicieron mucho caso. En realidad, ni siquiera le creyeron. Pero él insistió. Fue a diversos periódicos, mandó correos, escribió un blog en la red al respecto. Al final, un periodista avispado pensó que ahí podía encontrar una noticia jugosa en la que hincar el diente y le concedió una entrevista. A partir de ahí, la bola de nieve mediática empezó a rodar. Norberto Mendoza, como subdirector del departamento y jefe en funciones ante el encarcelamiento de su director, se opuso al principio a lo que él consideró una actitud suicida por parte de su principal y único becario. Sin embargo, cuando la vorágine en los noticieros empezó a rugir, Norberto apoyó incondicionalmente al apocado pero decidido Abel. Se ofreció para toda entrevista que le propusieran y explicó con pelos y señales, quizás incluso con demasiados tecnicismo, lo ocurrido en el departamento de Ciencias Matemáticas Aplicadas. Tal vez lo hizo por un sentido innato de lo ético y correcto que por fin acabó por imponerse. O quizás fue porque vio la oportunidad de dejar de ser un simple profesor de informática en una universidad de provincias. Fuese la razón que fuese, la bola de nieve se convirtió en avalancha.
La avalancha trajo resultados inesperados.
—Verá —explicó Romualdo a su abogado—. El axioma de Hari Seldon estaba equivocado. Cuando la gente supo que el primer radiante predecía su ruina, empezó a cambiar.
—Hasta el gobierno lo ha hecho.
—Sí. Incluso los gobernantes y poderosos empezaron a mostrar actitudes y a llevar a cabo medidas que hubiesen sido impensables poco antes. Medidas reales y efectivas. A pesar de Hari Seldon, no era necesario que la población permaneciese ignorante. Al contrario, el conocimiento de los resultados de su comportamiento le dio fuerzas para cambiar dicho comportamiento.  
—Y la catástrofe se conjuró —dijo Fermín Villares.
—Bueno… Eso no lo sabemos todavía con seguridad. Pero según me han informados los chicos del departamento, Abel realizó un nuevo primer radiante con los nuevos datos y las ecuaciones ajustadas a la situación actual. El resultado fue que la probabilidad de que la civilización humana actual acabe colapsándose se ha reducido a un quince por ciento.
—Eso son buenas noticias, ¿no?
—Sí. Buenas noticias, en efecto. Muy, muy buenas —replicó el profesor de matemáticas con una sonrisa que casi se pudo calificar de beatífica.
Apenas hora y media más tarde, tras una breve entrevista con el director de la prisión y tras devolverle sus pertenencias personales, Romualdo Tamal abandonó la prisión para no volver a entrar.
A la salida, le esperaba Fermín Villares, con su traje color beige, su maletín de cuero gastado y una sonrisa enigmática en su rostro moreno. Nada más poner un pie en la calle, Romualdo se paró en seco, presa del asombro y el espanto. 
—¿Qué… qué es esto? —balbuceó.
Una muchedumbre se agolpaba a las puertas de la cárcel. La calle entera no era más que una gigantesca masa de carne humana apelotonada. Muchos de ellos portaban pancartas con su nombre. Nada más aparecer, el gentío estalló en un alud de vítores y silbidos.
Fermín Villares miró al catedrático con una sonrisa torcida, cargada de entusiasmo y aquiescencia.
—Es usted un héroe, profesor. Todos lo saben —dijo.
Romualdo tragó en seco y permaneció en silencio sin estar muy seguro de que hacer o decir a continuación.
—Por cierto, enhorabuena por el premio —dijo el abogado.
—¿Qué premio? —lo miró el matemático con genuina sorpresa.
—Le han propuesto para el Premio Abel.  


Como es evidente, a la memoria del Gran Maestro.
Espero que Asimov me perdone por esta herejía.






 
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2014
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1405040793445, con fecha de 4 de mayo de 2014.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.

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