Un día, las noticias conmocionaron a todo el país: el profesor Romualdo había
asesinado a la señora García.
Sin embargo, Romualdo no era un asesino. Ni un psicópata, ni se había
vuelto loco, ni le había invadido un ansia irresistible de venganza.
Romualdo
hizo lo que hizo porque no tuvo más remedio que hacerlo. Aunque nunca lo buscó,
y se opuso con todas sus fuerzas a ello, las circunstancias lo empujaron a
convertirse en el gran héroe del momento.
Tuvo que asesinar a la señora García para salvar al resto de la
humanidad.
Y todo por culpa de la psicohistoria.
EL ASESINATO DE
LA SEÑORA GARCÍA
(parte 4 de 4)Parte 1
Parte 2
Parte 3
Durante semanas, el departamento al completo se
dedicó a la ingente tarea de suministrarle al ordenador todo dato y estadística
que estuviese al alcance de un par de clics de ratón. La máquina lo engullía
todo con una voracidad insaciable. Abel prácticamente vivía en el departamento.
Sus dedos casi acabaron por entrar en simbiosis con el teclado.
Tres meses más tarde, con sus balbuceos y sus manos
sudorosas, el becario anunció en la reunión bisemanal que estaba casi
terminado. El primer radiante estaba listo y a punto para los primeros
análisis. El deseo y la avaricia brillaron en los ojos de Romualdo y Norberto.
Ninguno de ellos, ni en la más horrenda de sus
pesadillas, podría haber previsto los resultados.
Repitieron el análisis una y otra vez. Añadieron más
datos. Eliminaron otros. Permutaron las variables. Reconfiguraron las
ecuaciones y los algoritmos. Usaron distintos inicios. Con pequeñas variaciones
en la horquilla temporal, el resultado fue siempre el mismo. Y la manera de
remediarlo, también.
—El problema fue que nadie tuvo en cuenta el efecto
mariposa —le dijo Romualdo al abogado Fermín Villares en la sala de visitas de
la prisión.
—¿Efecto mariposa? —replicó el letrado con una mueca
de sorpresa.
—El efecto mariposa es un concepto de la teoría
matemática del caos. Según esta idea, una pequeña variación en las condiciones
iniciales de un sistema caótico pude dar lugar a una evolución de dicho sistema
totalmente distinta, dando lugar a condiciones finales completamente diferentes
—explicó el catedrático.
—No sé si acabo de comprenderlo.
—Verá. Los análisis con el ordenador cuántico
siempre nos daban los mismos resultados. No importa como lo hiciésemos o que
variables tomásemos como fijas o a qué paquetes de datos le diésemos prioridad.
El primer radiante siempre nos conducía al mismo corolario.
—La destrucción de la humanidad —afirmó el abogado.
Romualdo emitió una risita nerviosa.
—Bueno… eso es un poco una exageración por parte de
la prensa —dijo—. En realidad, lo que el primer radiante predecía era que,
dadas las condiciones políticas, económicas y ambientales del momento, la
civilización planetaria actual entraría en colapso. En un periodo de entre diez
y veinte años, todo el sistema se vendría abajo.
—Lo sé, lo sé. Eso lo sabe cualquiera que haya
estado pendiente de los medios en los últimos días. ¿Pero que tenía que ver con
ello la señora García?
—Ahí es donde entra el efecto mariposa —replicó
Romualdo agitando el dedo índice frente a su rostro.
—¡Ajá!
—Verá. La psicohistoria se supone que sirve para
predecir el comportamiento estadístico de grandes grupos de personas. Por lo
tanto, para modificar esos comportamientos harían falta medidas a gran escala,
¿no le parece?
—Imagino.
—Todos pensábamos que para modificar un desenlace
futuro harían falta campañas de educación y divulgación que, al cabo de los
años, consiguiesen evitar el cataclismo que se nos venía encima.
—Pero se equivocaron.
—Absoluta y totalmente —rió Romualdo—. Entiéndame,
señor Villares. Todos esperábamos resultados en cifras referentes a millones de
individuos, porcentajes, tendencias. Cosas así. Imagínese nuestra sorpresa
cuando el análisis nos dio el nombre de un individuo. Un único individuo
concreto.
—La señora García.
—¡Exacto! Fue algo de locos. Pero el primer radiante
nos guardaba una sorpresa inimaginable. Verá, gracias al efecto mariposa, una
pequeña variación en el sistema, una modificación en la vida de un solo
individuo, podía hacer que toda la humanidad cambiase.
—Y en este caso la pequeña variación fue…
—¡Exacto! Por horrible que pareciese, la única
manera de evitar que la humanidad acabase en regresión a la prehistoria era que
la señora García muriese antes de las tres de la tarde del día veintitrés de
abril.
—Sí, pero… ¿cómo?
Romualdo se encogió de hombros.
—Bueno… eso es algo que tampoco nosotros hemos
acabado de dilucidar. Verá. El output final del primer radiante, el resultado
definitivo, es claro y fácil de leer. Pero los pasos psicohistóricos
intermedios de la matriz que conducen a ello no son tan fáciles de ver. Por lo
que yo sé, Abel sigue analizando las cadenas contingentes del primer radiante
para tratar de arrojar algo de luz sobre la cuestión.
—Ya.
—Entiéndalo, señor Villares. El primer radiante era
irrefutable. El desenlace final podía variar ligeramente en el tiempo, pero no en
su naturaleza. El desastre ocurriría, y sólo había una manera de evitarlo.
—Por eso mató a la señora García.
El profesor dejó escapar un suspiro y bajó la
mirada. Con la uña del dedo índice, empezó a jugar con la rayada superficie de
la mesa.
—No me quedó más remedio, señor Villares. Tuve que
hacerlo yo.
Romualdo rememoró de nuevo aquella tensa y
angustiosa última reunión en el departamento. Estaban todos los miembros
presentes, todos con caras pálidas, serias y cargadas de ojeras. Ninguno había
dormido demasiado en los últimos diez días. Se habían enfrentado a una
actividad frenética tratando de encontrar una salida al dilema. No lo habían
conseguido. El primer radiante siempre vertía la misma conclusión. Estaban a
veintiuno de abril y la señora García tenía que morir antes de cuarenta y ocho
horas. O la humanidad estaba condenada.
—¿Pero, quién es esa señora García? ¿Por qué es tan
importante? —preguntó Romualdo con un tono de voz un par de octavas demasiado
alto, con la corbata torcida y el cuello de la camisa sucio, en un desesperado
intento por evitar lo inevitable.
—Bueno… es… la señora que… —balbuceó Abel Cámara.
—Aparentemente es una ancianita de lo más normal
—intervino Silverio Gutiérrez, uno de los informáticos.
Silverio había colaborado estrechamente con Abel en
el proyecto y era el responsable principal de la entrada y selección de datos
para el primer radiante. Cuando por primera vez apareció el nombre de la señora
García, él y otros miembros del departamento jugaron a los detectives
aficionados para averiguar todo lo que supieran sobre aquella mujer en cuyos
hombros parecía descansar el destino de toda la especie.
—Todavía no podemos analizar por separado los
algoritmos secuenciales —continuó Silverio—. Pero parece que tiene que ver con
uno de sus nietos.
—¿Un nieto? —preguntó Romualdo sin disimular su
cansancio.
—Sí, doctor Tamal. Por lo visto, uno de los nietos de
la señora es un pez gordo en cuestiones económicas —dijo Norberto Mendoza—. Es
subdirector de algo en el banco central. Creemos que, quizás provocado por el
dolor de la muerte de su querida abuela, el nieto llevaría a cabo una serie de
cambios internos en la política económica del banco, aunque no sabemos cuáles.
Esto provocaría una reacción en cadena que modificaría toda la economía mundial
y, pensamos, salvaría el sistema monetario actual de la catástrofe.
—¿Piensan?
—Sí, pensamos.
—Pero no están seguros.
—No sabemos a ciencia cierta como ocurriría. Como
bien ha dicho Silverio, los análisis intermedios aún se nos escapan. Pero el
output final es claro y contundente.
Romualdo sacudió la cabeza con desesperación.
—Tenemos que avisar a las autoridades —dijo.
—No nos creerían —dijo Norberto en tono lapidario—.
El primer radiante aún no ha sido validado. Además, no hay tiempo. La fecha
límite es pasado mañana. Después será demasiado tarde para modificar el curso
de los acontecimientos.
Un silencio espeso como melaza podrida flotó en la
sala de reuniones.
—Entonces… —dijo Romualdo.
—Sólo hay una opción —dijo Norberto.
—Tenemos que matar a la señora García —sentenció el
catedrático.
—Pero…, nosotros no somos asesinos —dijo Abel, casi
con un gemido.
El silencio se estiró y se hizo más profundo, más
depredador, casi como un agujero negro.
—Yo lo haré —dijo Romualdo Tamal.
Él era el director del departamento. El líder
intelectual del grupo y el responsable último de todos los proyectos que allí
se realizasen. Entendió que era su responsabilidad y su deber. Si alguien tenía
que hacer algo así, él lo haría. No podía arrastrar al resto de sus
subordinados a la fatalidad. Nadie se opuso.
Marchó a casa, con la mente casi al borde de
colapso. Al día siguiente no acudió a la facultad. No respondió a ninguna
llamada ni a ningún correo. En la mañana del veintitrés, tras cuarenta y ocho
horas sin apenas dormir, salió temprano de su apartamento para seguir a la
señora García.
—Pero al final el nieto no tuvo nada que ver,
¿verdad? —preguntó el abogado Fermín Villares.
—No. De nuevo, nos equivocamos de pleno —respondió
Romualdo. Contempló con aire ensimismado como la luz entraba por los ventanucos
de la sala de visitas.
—¿Qué ocurrió?
—Verá. Uno de los axiomas de la psicohistoria
propuestos por Hari Seldon es que la población cuyo comportamiento se quiere
modelar debe permanecer ignorante de la aplicación del análisis psicohistórico
al que se la somete.
—Pero todo saltó a los medios.
Romualdo asintió. En los primeros días tras su
detención, los miembros del departamento guardaron silencio. Ante los
interrogatorios de la policía, todos afirmaron no tener idea de quién era la
señora García ni porqué su director había atentado contra la vida de la dulce
ancianita. Ese fue el acuerdo tácito. En sus declaraciones, Romualdo admitía el
crimen. No le quedaba más remedio. Pero ante las preguntas sobre el móvil, se
limitaba a encerrarse en un obstinado mutismo. Los titulares de los periódicos
y las cabeceras de los telediarios de todo el país se llenaron durante unos
días con la noticia. De forma inesperada y sorprendente, un tranquilo profesor
de una universidad de segundas había asesinado a una mujer con la que
aparentemente no tenía ninguna relación. Apenas duró una semana. A fin de
cuentas, sólo se trataba de otro asesinato. Pronto los noticiarios estuvieron
ocupados con nuevas calamidades.
Cinco semanas más tarde, el silencio se rompió.
Nunca explicó por qué lo hizo. Quizás fuese por
remordimientos, o por un sentido de fidelidad hacia su jefe, o quizás movido
por una idea de honestidad y justicia mucho más sólida de la que sus compañeros
de departamento podía sospechar. El tímido y apocado becario, Abel Cámara, fue
a la policía y contó todo lo que sabía del asunto. Al principio no lo
entendieron, ni tampoco le hicieron mucho caso. En realidad, ni siquiera le
creyeron. Pero él insistió. Fue a diversos periódicos, mandó correos, escribió
un blog en la red al respecto. Al final, un periodista avispado pensó que ahí
podía encontrar una noticia jugosa en la que hincar el diente y le concedió una
entrevista. A partir de ahí, la bola de nieve mediática empezó a rodar.
Norberto Mendoza, como subdirector del departamento y jefe en funciones ante el
encarcelamiento de su director, se opuso al principio a lo que él consideró una
actitud suicida por parte de su principal y único becario. Sin embargo, cuando
la vorágine en los noticieros empezó a rugir, Norberto apoyó incondicionalmente
al apocado pero decidido Abel. Se ofreció para toda entrevista que le
propusieran y explicó con pelos y señales, quizás incluso con demasiados
tecnicismo, lo ocurrido en el departamento de Ciencias Matemáticas Aplicadas. Tal
vez lo hizo por un sentido innato de lo ético y correcto que por fin acabó por
imponerse. O quizás fue porque vio la oportunidad de dejar de ser un simple
profesor de informática en una universidad de provincias. Fuese la razón que
fuese, la bola de nieve se convirtió en avalancha.
La avalancha trajo resultados inesperados.
—Verá —explicó Romualdo a su abogado—. El axioma de
Hari Seldon estaba equivocado. Cuando la gente supo que el primer radiante
predecía su ruina, empezó a cambiar.
—Hasta el gobierno lo ha hecho.
—Sí. Incluso los gobernantes y poderosos empezaron a
mostrar actitudes y a llevar a cabo medidas que hubiesen sido impensables poco
antes. Medidas reales y efectivas. A pesar de Hari Seldon, no era necesario que
la población permaneciese ignorante. Al contrario, el conocimiento de los
resultados de su comportamiento le dio fuerzas para cambiar dicho
comportamiento.
—Y la catástrofe se conjuró —dijo Fermín Villares.
—Bueno… Eso no lo sabemos todavía con seguridad.
Pero según me han informados los chicos del departamento, Abel realizó un nuevo
primer radiante con los nuevos datos y las ecuaciones ajustadas a la situación
actual. El resultado fue que la probabilidad de que la civilización humana
actual acabe colapsándose se ha reducido a un quince por ciento.
—Eso son buenas noticias, ¿no?
—Sí. Buenas noticias, en efecto. Muy, muy buenas
—replicó el profesor de matemáticas con una sonrisa que casi se pudo calificar
de beatífica.
Apenas hora y media más tarde, tras una breve
entrevista con el director de la prisión y tras devolverle sus pertenencias
personales, Romualdo Tamal abandonó la prisión para no volver a entrar.
A la salida, le esperaba Fermín Villares, con su
traje color beige, su maletín de cuero gastado y una sonrisa enigmática en su
rostro moreno. Nada más poner un pie en la calle, Romualdo se paró en seco,
presa del asombro y el espanto.
—¿Qué… qué es esto? —balbuceó.
Una muchedumbre se agolpaba a las puertas de la
cárcel. La calle entera no era más que una gigantesca masa de carne humana
apelotonada. Muchos de ellos portaban pancartas con su nombre. Nada más
aparecer, el gentío estalló en un alud de vítores y silbidos.
Fermín Villares miró al catedrático con una sonrisa
torcida, cargada de entusiasmo y aquiescencia.
—Es usted un héroe, profesor. Todos lo saben —dijo.
Romualdo tragó en seco y permaneció en silencio sin
estar muy seguro de que hacer o decir a continuación.
—Por cierto, enhorabuena por el premio —dijo el
abogado.
—¿Qué premio? —lo miró el matemático con genuina
sorpresa.
—Le han propuesto para el Premio Abel.
Como es evidente, a la memoria del Gran Maestro.
Espero que Asimov me perdone por esta herejía.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2014
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Obra inscrita en el Registro de la Propiedad
Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1405040793445,
con fecha de 4 de mayo de 2014.
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Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
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